Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Agua pasa por mi casa…

Armando llegó cuando tercer grado ya había empezado. Venía de años de vivir en el Distrito Federal, que nos imaginábamos lleno de vecindades de El Chavo y edificios de apartamentos como los de Papá Soltero.  La última vez que lo habíamos visto, todos estábamos en kínder, algunos pocos se acordaban de él- yo, por ejemplo.

Tenía el cantadito al hablar. Estaba completamente desubicado en materias como Estudios Sociales o Religión, aunque ese año hacíamos la primera comunión. Hacía chistes que nadie entendía y se perdía con el contexto de los nuestros. Le decía de otra forma al tajador y a las enaguas.

Mis compañeras comentaban su exótica novedad , valorándolo como posible material de novio, a pesar de que acostumbraba recorrer la clase en cuatro patas, dizque buscando un borrador o un lápiz caído, pero en realidad,  para verle los calzones a todas las chiquitas. Como nadie se daba cuenta, empezó a acecharnos en los recreos para lo mismo y para contarle después a los demás si eran blancos o con dibujitos.

Se fue envalentonando, llegando a levantarle las  enaguas a cualquiera que se descuidara y cuando los pellizcos y las quejas no lograron persuadirlo de otra cosa, nos obligó a todas a usar shorts debajo del uniforme. Le mandaron recados, reportes y le pidieron a los papás que vinieran a reunirse con la directora. Armando era, para la moral moraviana del tercero B, un degenerado, un pervertido consumado a los 9 años.

No era la peor de sus excentricidades. Era, apenas, una expresión de la condición de macho, con alguna precocidad y así se veía entonces. Un chiquillo terrible e inquieto, nada más.

Lo otro, era realmente asqueroso y tenía que ver con sus hábitos alimenticios.

Para entonces, el aguacate era una comida de temporada, que se probaba en tajaditas en los puestos del mercado, en la calle o en Orotina. Eran enormes y verdes por fuera, con una forma característica. Se ponían a madurar envueltos en papel periódico y cuando salían buenos, con una pulpa amarillenta y firme, el piropo obligatorio era “¡Está como mantequilla!”. Cuando había, se comían con sal, tortilla o arroz blanco y eran una cuestión estrictamente doméstica, probablemente por lo sencillo: cualquier señal de pobreza se disimulaba a toda costa. Era una adivinanza incomprensible de los libros de español de primaria: Agua pasa por mi casa, cate de mi corazón ¿Qué es?

Era raro comer guacamole y la comida mexicana disponible estaba totalmente tropicalizada:  los únicos tacos que conocíamos eran los de ventana, con repollo y las tres salsas. Los gallos eran comida de día de campo en potreros o rezos del niño. A veces, alguien comentaba que en Brasil se hacía fresco de aguacate en leche o que se comía con azúcar y todos reaccionábamos con asco.

Esas combinaciones eran la señal de cantar a toda garganta el éxito musical infantil de la época, a ritmo de canción de tienda cervecera:

Sangre cuajada, revuelta en ensalada,

vómito caliente de algún muerto pariente,

mocos verdosos, de alguien valeroso

Somos los tuberculosos, que venimos a escupir

¡Ay! ¡Qué almuerzo tan sabroso! ¡Que se vuelva a repetir!

Y se cantaba de nuevo, literalmente ad nauseam, hasta que nos aburríamos.

Sentir asco era divertido y todos nos esmerábamos en contar las historias más desagradables, dentro del marco de lo creíble, que hiciera a todos simular el vómito, arrugar la cara y decir “¡Queeeeeé ascoooo!” , mientras nos comíamos los meneítos, las cremitas y los bajábamos con  jugos Ducal de lata, calientes de tanto llevar lonchera.

Armando comía chile y había aprendido a hacerlo en México. Decía que comía frutas cubiertas de chile en polvo, rojo ardiente y que era delicioso. Aseguraba que a los bebés mexicanos les daban chile desde el chupón para que se fueran acostumbrando. Y eso lo convertía en una especie de héroe, por exagerado y valiente. Pero Armando también comía aguacate y lo llevaba a la escuela. No la fruta entera, no. Llevaba sánguches de aguacate, con la fruta majada, hecha puré, en medio de dos pedazos de pan cuadrado o en bollito de los que se compraban por unidad o en manitas.

Nuestro asco no conoció límites. Había compañeras desmayadas, chiquillos vomitados en el bus si Armando aprovechaba los cuarenta y cinco minutos de viaje para comerse el sanguche que le había sobrado, preguntas indiscretas de cómo soportaba comer eso tan horrible y un acoso generalizado tal, que ante la represión de no poder levantar enaguas, Armando optó por perseguir a las compañeras más lindas por todo el patio con un sánguche de aguacate en la mano, amenazando con comerlo en frente de ellas o peor aun, untarlas del mejunje.

Otra vez intervino la dirección, esta vez para pedirles que cualquier consumo de aguacate de parte de armando, en cualquier formato, se restringiera al hogar, porque ya la enfermería no daba con tanto alumno del tercero B quejándose de náuseas y señalando como responsable a los aguacates de Armando.

Hoy, que a todos parece preocuparles la inminente escasez de aguacates Hass (y a nadie le importa lo que pasa con el arroz) y todos critican el aguacate criollo por aguado y soso, me admiro de la capacidad combinada de la publicidad, el comercio internacional y la globalización para persuadir y cambiar el gusto.

Mi yo de tercer grado se habría orinado de la risa de pensar en una época en que se ofreciera extras de aguacate para los sánguches en franquicias y la gente las aceptara contenta y hasta las reclamara con indignación; supermercados con aguacates pequeños y negruzcos todo el año, intercambio de recetas de guacamole, aguacate en ensaladas, arroces arreglados, sopas, sushi y hasta platillos gourmet, particularmente en los restaurantes fusión del oeste como parte de algún tartar que combina pescado crudo con aguacate. Maridos con costumbres chilenas de majar la palta solita para tomar once al final del día, embarrándola en galletas o tostadas.

Armando se fue de la escuela, probablemente por la presión combinada de salir de la normalidad impuesta y su fama de degenerado, o por sus malas notas en todo,  pero se quedó en Costa Rica. A veces me lo encuentro en los pasillos corporativos del mundillo de los negocios. Nos saludamos de sonrisa y nunca hablamos del pasado compartido, aunque siempre he querido saber qué pensará de este presente que nunca imaginamos y que a nadie le da asco.

Una gota de lluvia en “Agua pasa por mi casa…”

  1. Gabriela dice:

    Qué gracia me ha hecho tu entrada. Pero a la vez me dejas pensando en algunas diferencias entre nuestros países. Acá en el Perú la palta, que es como llamamos a lo que en otros países llaman aguacate, es el perfecto complemento e ingrediente de ensaladas. Y también se come aplastada, con sal y aceite de oliva, en pan o galletas saladas. Pan con palta es lo más delicioso que existe para nuestro lonche, esa merienda del final del día que algunas personas comen en lugar de cena. Es famoso el triple de palta, un sandwich de tres pisos: uno de palta, uno de tomate y uno de huevo duro rallado.
    Tenemos palta fuerte, palta punta, palta Hass, palta dedo y más. Las encuentras en todas las tiendas, todos los vendedores de fruta venden palta, aunque no es para nada considerada fruta en estos lares. El precio común es un sol por palta (como 30 centavos de dólar).

Y vos, ¿qué pensás?