Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Amore qui en Roma

Roma es la ciudad propicia para el amor y me consta en corazón propio.

Me he enamorado con una frecuencia sorprendente, más o menos cada hora en promedio de las que paso despierta, con la enorme ventaja de que por efecto de algo en el agua o de la magia en este paese, no termino, como casi siempre, con el corazón roto y recogiendo los pedazos de camino.

No es algo a confundirse con una simple calentura, ni ánimos de querendengue, como diría mi abuela. Es algo más puro, más clásico, más simple. Casi entiende uno porque la gente se enamora tanto en la primavera y porqué, si uno no tuviera moral o vergüenza, se entregaría a ojos cerrados a la promiscuidad y el desenfreno.

Es tan fuerte el fenómeno, que he pensado en llevar lista. A ver, está:

  • El guarda suizo del Vaticano que me veía con unos ojos…
  • El policía divino cerca del Museo que andaba con boina y uniforme militar, para agravar la cosa.
  • Muchos de los carabinieri que he visto por la calle
  • El muchacho que sirve los helados.
  • También el de la pizza.
  • Los que se me acercan al despiste en la calle y me cantan en italiano una tarantela o un éxito de esos de los años 70.
  • Sin olvidarse nunca del cura papucho del Vaticano, que por más que la pulsié, no llegué a ver nunca.
  • El pastor alemán que nos revisó las maletas a ver si traíamos droga.
  • El muchacho que tengo sentado a la par en este momento en el aeropuerto
  • El Topogigio de colección que me recuerda a Alejandro y que compré sin pensarlo due volti

Hace mucho no me decían “Bella”, sus sinónimos y superlativos (para eso sí en un idioma tan lindo y tantas veces. Creo que tiene que ver con mi parecido a Sofía Loren, especialmente cuando me ven desde atrás, sumado al tumbao inigualable de las latinas y mi natural simpatía.

Pero el premio mayor se lo llevan los taxistas. Con cada uno de ellos he mantenido romances intensos, en los que hemos sido felices para siempre con una duración máxima de 20 minutos, conversando animadamente, ellos en italiano perfecto y yo solo en presente y en desesperada necesidad de preposiciones para no hablar como Tarzán con Jane.

Nos reímos juntos (yo a carc ajadas), hacemos chistes,nos jartamos a los católicos que se comportan como quinceañeras en concierto con el tema de los santos, me invitan a venirme por un mes asegurándome que en 30 días quedaré hablando mejor que un nativo, me piropean el bronceado caramelo tentación, la altura, me ofrecen el taxi, matrimonio, quieren saber de dónde vengo, a qué me dedico, cómo me llevan al hotel, me dan vueltas escénicas por la ciudad y me muestran los sitios de interés turístico. Uno hasta me metió la mano debajo del asiento, con toda confianza y pasándomela entre las patas,  para acomodarlo y darme más espacio de pierna en esos carritos de juguete que circulan por las calles romanas.

Lo massimo, fue uno que nos llevó de Termini, cuando llegamos agotados, asustados, con frío y hambrientos, de Nápoles de vuelta a Roma. Ahí estaba, ese hombre perfecto, de ojos divinos, barba a medio crecer, nariz de estatua, recostado con los brazos cruzados sobre el corcel blanco que nos llevaría a la camita. Se le iluminó la cara al verme y levantó los brazos en señal de recibimiento. Yo me dirigí hacia él como en película romana de los años cincuenta.

De no ser porque los espanta-lances de mis amigos se vienen detrás de mí a montarse al taxi y por esa timidez que me atacó de pronto y me impidió abrir la boca, me perdí la usual conversada, pero sé que nuestros corazones se hablaron telepáticamente, y lo confirmé todas las veces que lo volví a ver con el rabillo del ojo.

Yo sé que tuvimos un momento de conexión única: llevaba la radio con música del recuerdo gringa. Cuando empezó a sonar If I had a hammer, empezó a cantar con acento de mafioso gringo y a llevar el ritmo con la mano, como si estuviera bailando en alguna discoteca y yo, sin darme cuenta, me uní al coro con mi inglés agringado, cantando a todo galillo, disfrutándolo a mille hasta que interrumpió para decirme: “Sono qui. Otto euro per favore”

Roma es, definitivamente un riesgo, de no ser porque al otro lado hay unos ojos que tienen estos mismos genes. Y lo sé no solo por los apellidos, sino porque esos ojos almendrados tienen el mismo efecto.

Y vos, ¿qué pensás?