Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

La visita

Me estaba esperando a la entrada de las escaleras. Me tendió la manita morena y gordita, para ayudarme a subir. Yo hice una pausa antes de empezar. Se veía igual todo, la madera, la luz, la puerta arriba.

“Hace 35 años que no vengo”- le dije

“Yo, en cambio, nunca me fui”, me contestó. Subía las gradas una por una. Un zapatito ortopédico primero, el otro después. Los dos juntos. Otra vez uno, otra vez el otro. De la manita.

Entramos a la sala, oscura, el piso y las paredes de aquella madera. Estaba vacío, pero a la vez no estaba. Ahí era donde estaba el sofá rojo, donde Alejandro se acostaba a dormir. Ahí estaba, dormido, largo, como yo, se le salían los pies. La mno derecha tapándose los ojos, la boca ligeramente abierta, como Mimí.  Le iba a decir eso, que aquí era donde él se echaba a dormir. Que aquí era donde yo me ponía a llorar, todas las mañanas y a decirle que no se fuera, que se quedara conmigo. Aquí era donde Alejandro se angustiaba y me decía que al final del día iba a regresar y Ella le decía que no me tomara en serio, que eran cosas de todas las chiquitas en esa edad en la que se enamoran de su papá. Todo eso le iba a contar y me agaché para decirle.

Pero ella se llevó el dedito de la otra mano a la boca y en un susurro me advirtió:

“!Sshhhh! papi está durmiendo”

Me jaló hacia el comedor. El mismo comedor. Entraba la luz por montones. En una esquina, Alejandro bailaba conmigo, sus canciones favoritas de Abracadabra, de Otto Vargas. Estamos sentados en la mesa del comedor y yo, como todos los días riego el vaso con fresco. El me ve con reprobación, me regaña, pero no me pone una mano encima. Estoy en el triciclo, dando vueltas sin parar alrededor de la mesa. Ella trata de alcanzarme para darme un jarabe, pero yo le llevo la ventaja. Alejandro se ríe del cuadro y Ella le llama la atención. Entonces me dice “¿Y la gasolina?”. Yo paro a medio pedal. No había pensado en eso. Paro en la bomba imaginaria donde él me atiende y me llena el tanque mientras ella me zampa la cucharada de esa cosa verde.

Vuelvo a ver atrás, hacia la puerta. Están entrando todos y es mi cumpleaños. Me traen regalos. El comedor está lleno de sillas alquiladas. Hay un queque, una piñata hecha a mano por ella. Alejandro sonríe de verme contenta jalando paquetes casi más grandes que yo.

Me lleva de la mano a un cuarto pequeñito y oscuro. El mío. Donde Alejandro me enseñó a leer. Donde pasé mis primeras calenturas. Las amigdalitis. Alejandro sentado noches completas a la par mía, en una sillita de Lulú que me regaló mi abuelo Lalo y que para él tenían que ser demasiado pequeñas e incómodas. Alejandro leyéndome un cuento. Mi camita. Mi cuarto.

El baño. Yo recordaba un lugar enorme, pero si acaso cabe una persona. Aquí me abrí la cabeza varias veces, por estar chiroteando. Aquí me paraba yo en la taza mientras él, con un paño en la cintura, se rasuraba y me sonreía por el espejo. Me cerraba un ojo. Yo lo contemplaba maravillada.

Ni siquiera la espero y entro al cuarto que fue de ellos. Ya no está el armario donde yo me escondía a imaginar grandes aventuras. Donde comí veneno de ratas pensando que era gelatina en polvo. Aquí estaba la cama de ellos, que luego fue a parar donde Mimí. Aquí llegaba yo todas las mañana pegando brincos para caer en el medio de ellos dos. Alejandro siempre me recibía sonriendo y le decía a ella que los dos queríamos chupón. Ella se levantaba de mala gana mientras nosotros nos hacíamos cosquillas y nos contábamos cuentos. Cuando la oíamos venir, Alejandro gritaba “¡Ahí viene el Lobo!” y nos escondíamos debajo de las sábanas. Ella nos pedía que dejáramos el relincho, que se iba a enfriar la leche. A nosotros nos daba más risa y le contestábamos en coro “Por las barbas de mi abuelo, que no te voy a abrir”

Le di tres i cuatro vueltas al apartamento. Era tan grande en mis recuerdos… es increíble que aun exista, así, casi intacto, en una ciudad que todo se bota. En un barrio que pasó de ser residencial a casi marginal, industrial y peligroso. Un apartamento chiquito, con paredes torcidas, en un barrio popular. ¿Cuánto lo habrá querido Ella a Alejandro para irse a vivir con él y conmigo a un lugar así? ¿Cuánto?¿Soñará con este lugar? ¿Se acuerda?

El patio, el árbol.

“¿Sabés si alguna vez regresó el conejo?”

Y me dice que no, que aquel conejito blanco que yo vestía de muñeca y subía a las hamacas y dormía conmigo y me orinaba la cama, había desparecido sin dejar rastro. Nunca pudimos comprobar si Ella lo regaló o si algún gato alguna noche simplemente lo raptó.

Yo pensé que me iba a sentir triste, que visitar ese lugar me desgarraría. Lo pensé cuando llamé al dueño y le dije que estaba interesada en alquilar, para poder visitarlo. Es cierto que se me salieron las lágrimas, pero de emoción, no de tristeza. Ese lugar, 35 años después, se sigue sintiendo como mi casa, mi hogar, como se siente uno cuando regresa a un lugar donde fue feliz.

Ya no podía seguir girando por ese lugar tan chiquito y era momento de irme. Me volví para verlo completo por última vez, para absorberlo, para renovar mi memoria y mis recuerdos. Fue entonces cuando lo vi, recostado a una pared, los brazos cruzados, sonriendo. Sonriéndome. Me saludó con la mano y con los ojos (que son los míos, sus ojos/mis ojos, un solo espejo, dos gotas de agua).

Fueron 35 años. Pero al fin, en ese lugar donde empecé a extrañarlo, sentí algo que se me zurcía por dentro. La certeza de que no fue que quisiera irse. Que no me abandonó. Que lo que quedó de él, se quedó conmigo, dentro de mí, que había estado siempre ahí. Y que cuando quisiera, yo podría ir a ese lugar adentro, sentarme y dejar que otra vez me acariciara el pelo, me leyera un cuento, me hiciera cosquillas o simplemente, me sentara en los regazos y me cantara un bolero.

El apartamento donde nací y viví hasta los 5 años, en Barrio México, tenía un rótulo de “Se Alquila”. Así que lo fui a ver. Es la primera casa que conocí. El lugar al que le digo mi casa. Donde viví con mi papá y donde vivíamos cuando él murió en 1975. Nos quedamos dos años más ahí, hasta que Ella se casó y nos vinimos a vivir a San Pedro.

Un viernes santo como ayer, hace 8 años, nació este blog. Gracias a todos los que han pasado por estas alamedas, sobre todo a los que se quedaron.

2 gotas de lluvia en “La visita”

  1. Maria dice:

    Wow, I always thought your eyes and his are the same, even today before I read this, I mentioned your eyes and his 🙂 . I am happy you have such wonderful memories of him, they are basically the same I have.

    I love this story, I will read it again and again I am sure, hace tanto tiempo che murio…1975 almost 40 years, please do remember you are not alone, he is by your side your guardian angel and possibly mine.

    Hay personas un nuestras vidas che tienen un gran impacto sobre uno:)

  2. Anchas Alamedas » Blog Archive » Día de muertos dice:

    […] de tapar el hueco, ignorarlo, extrañarlo,  enojarme con él, soñarlo, añorarlo y hace muy poco, entender y aceptarlo. De él, todo. Mi yo, mis ojos, mi cara, mi humor, mi estudio, mis libros, mis sueños, mi abuela. […]

Y vos, ¿qué pensás?