Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

12 de Octubre: Acto Cívico

Más o menos para estas fechas, cuando Ella llegaba cansada de trabajar dos turnos, cuando ya todo estaba cerrado, cuando recién terminábamos de comer, yo dejaba caer la bomba:

Pasado mañana me toca salir de indio en el acto cívico.

Y a Ella se le atragantaba la comida, se levantaba de la mesa y empezaba a llamar a mis tías a ver si alguna tenía algún traje de algo que me pudiera servir. Ninguna tenía. Al día siguiente, Ella salía más temprano, me encaramaba en el carro, en una época gloriosa en que los niños podíamos ir adelante, sin sillita y sin cinturón, y recorríamos los supermercados del barrio, en busca de un saco de gangoche apto para mi presentación en público.

Yo me ponía delicada. Lo quería de fibra natural, amarillento, no de plástico, ni blanco. Lo quería de tela pura, sin el Tío Pelón en la espalda. Además, que no picara. Eso complicaba la búsqueda, hasta que encontrábamos algo apto o algún vecino se apiadaba y nos regalaba uno que tenía entre los chunches viejos.

Ella le recortaba aberturas a los lados y en el centro y yo me lo encaramaba para la prueba final y cualquier ajuste. Ella siempre fue muy hábil con manualidades y me hacía una cinta para el pelo con todo y las plumas y una faja para completar el traje. A veces me lo decoraba con flecos de colores de papel seda.

Y al día siguiente, ahí iba yo en el bus de la escuela hasta Moravia, en mi vestidito de gangoche, oliendo a arroz crudo, con todos mis implementos y dos rayas rojas en los cachetes hechas con lápiz de labios. Como nunca tuve sandalias y eso no daba tiempo de comprarlas, sería una indita descalza. Mientras tanto, me ponía las tenis.

El acto cívico empezaba puntual, con el ingreso del pabellón nacional, la rezadera a San Francisco y en aquellos años, con una solicitud especial de la maestra a cargo, recordándonos que rezáramos con fuerza para que nunca pasara en Costa Rica lo que en ese momento estaba pasando en Nicaragua, donde los sandinistas llegaban de noche a las casas y se llevaban a los chiquitos para obligarlos a pelear en la montaña. La guerra, me quedó claro, era una cosa terrible que salía en los noticieros, daba pesadillas y era culpa, siempre, de los comunistas, peligrosos y desalmados como los piratas de los cuentos.

Había tantas incongruencias. Colón llegaba muy cansado y decía que, agradecido, le llamaría San Salvador al lugar del atraque, clavando un estandarte o una cruz, dependiendo del año. Yo no entendía cómo habían pasado las tres calaveras del Atlántico al Pacífico, menos sin canal de Panamá, convencida, por muchos años, que ese San Salvador era la capital del país centroamericano y no un lugar en República Domicana.

El casting de Colón, de Rodrigo de Tirana y de los demás marineros que lo acompañaban, siempre recaía en los compañeros rubios de ojos gatos. Ninguno de nosotros sabía que los españoles tenían más pinta de árabes que de otra cosa, que tienen la piel blanca, pero de tanto pelero azabache, se ven oscuros y que para hacer el papel completo, tendríamos que haberles volcado el basurero de la soda encima, porque ¿A qué olerían esos marineros después de meses de viaje sin ver baño?

Los más tostados, éramos, por supuesto, los indios, inspirados en las fábulas de Disney. Desmentíamos de forma exuberante el dogma de ese tiempo de que en Costa Rica no había indios. Aunque de algún lado tenían que haber salido estas pieles de tinaja, pelos negros y chuzos y ojitos oscuros almendrados.

Nunca creí que nuestro bando fuéramos los tontos. Yo me sentía más bien generosa de ofrecerles el oro que nos sobraba y recibirles con fingida educación y agrado espejitos comprados en algún bazar de barrio o collares de cuentitas de plástico transparentoso. ¡Qué españoles tan tontillos! Si con espejos no se pueden hacer águilas de alas abiertas ni cosas lindas que ponerse que brillen como el sol.

Lo único correctamente histórico, eran las cadenas de papel que nos colocaban en manos y piernas. Cada eslabón como un símbolo: la esclavitud de la violación, la esclavitud del idioma, la esclavitud de un Dios impuesto, la esclavitud del cuerpo, la inmolación de la cultura, el genocidio de una forma de vida.

Siempre cerraba con el narrador recordándonos a todos que Colón murió solo y pobre en Valladolid, convencido de haber llegado a las Indias y sin saber que había descubierto un nuevo continente. Mientras arrastraba mis piecitos descalzos amarrados con cadenas de papel, yo me decía a mi misma que se lo tendría bien merecido por todo lo que nos pasaría después de ese 12 de octubre del año del descubrimiento.

No había Internet, pero había libros. No había excusa para ese nivel de ignorancia y de irrespeto a los pueblos originarios, a la sangre que todos los que estábamos ahí, compartíamos. Los indios salíamos a escena replicando las danzas apache, aullando y tapándonos y destapándonos la boca, como en las películas del lejano oeste.

Saludábamos a los descubridores del Nuevo Mundo alzando la mano derecha y diciéndoles “¡Jau!”, hablándoles como Tarzan a Jane “Mi Nube sentada, vos Hombre Blanco”.

Si hubiéramos sabido entonces lo que sabemos ahora, los hubiéramos saludado con algo más nuestro, más tierra, más caribe y, sobre todo, con más sentido:

Is be shkena. Sibö be kime. Wobla wa be shko.

(En Bribri. Cómo amanece. Que el espíritu que cuida esta tierra quede con usted, camine con sus ojos.)

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