Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Das Garten o de la obsesión alemana con la naturaleza

Una de las cosas que más me llamó la atención al llegar a Berlín, fue ver la enorme cantidad de casitas re chiquitas, en parcelitas de tierra, que se veían desde el tren.  De hecho, de bocona le dije a Marcelo «A mí no me digás nada. Esos son tugurios del primero mundo!». Además, comenté como todos los parques aquí, en lugar de estar peinaditos, recortaditos y bien bonitos, son más populares entre más despichados están. El Tiergarten, por ejemplo, parece un adolescente de pelo largo, colocho y despeinado. El jardinero de ese parque nunca debe levantar ni un dedo. Y a la gente le encanta, porque en lo que yo veo un charral, ellos ven «Die Natur» y salen soplados a sentarse al zacate.

El viernes pasado me fui con Cornelia, donde me alojo, a conocer su Garten en Lindow, una ciudad pequeñita de dos filas de casas, al norte, en la antigua DDR. Me explicaba que lo que yo llamaba tugurios, en realidad eran también Gartens en Berlín. Al terminar la guerra, era tal la destrucción que la ciudad tuvo que autorizar a los sobrevivientes a sembrar sus propias verduras y les dio una especie de concesión sobre parcerlas de tierra para eso. Se les puede hacer una casita, algo chico de unos 60 metros, pero uno no puede vivir ahí ni quedarse a dormir. Es básicamente un ranchito/bodega para guardar las cosas de jardinería, las sillas y la piscina inflable de los güilas.

Ya yo había visto en el museo de la DDR, que del otro lado del muro la gente también estaba obsesionada con la idea del garten. En el caso de ellos, entre varios amigos alquilaban un lugarcito en el campo, por 10 marcos al mes y la llamaban datsche, como la casa de fin de semana. Entre todos colaboraban a amueblarla con cosas usadas y, por supuesto, a ponerle al enano en el jardín. El gobierno no estaba de acuerdo con las dachas porque cualquier manifestación de privacidad o disfrute era un lujo capitalista, pero eran tan populares que no pudieron hacer nada al respecto.

Al llegar me encontré con lo que nosotros llamaríamos una finca o quinta, de 2500 metros cuadrados. Tiene una casita- o sea un chinchorro- de 60 metros cuadrados, con cama matrimonial, sofa y una micro refri. Adentro se apelotan mesas desplegables, hamacas y sillas que saca uno al sol para que se aireen y para recibir a los amigos. Ella trata de venir cada semana, porque dice que le hace mucha falta eso de la naturaleza y el sol  y las flores y las abejas. Ya en esta época no se queda a dormir porque el chinchorro- la casita- no tiene calefacción y en las noches es muy helado.

Uno de los frentes de la propiedad da directamente a un lago. Con los vecinos no hay cercas, solamente hay unos mojones a raz del suelo que marcan los linderos. En el Garten, Cornelia tiene manzanas, peras y ciruelas. Me encaramó una bolsa de manta y nos fuimos a cosechar ciruelas. Yo iba refunfuñando por dentro, porque la verdad nunca en la vida me he dedicado a esto de la agricultura manual y no me cuadra. De hecho, le traté de explicar que lo mío era ser citadina: «Ich bin ein Beton Mädchen» (Soy una chiquilla del concreto).

Pero ya encaramada en el árbol, algo me poseyó, porque empecé a cosechar como la más experta y no quedé contenta hasta que limpié todo el árbol, llenamos 4 canastas y me dolía el pescuezo por el peso de las bolsas. Quedé además bañada en ciruelas e hice una majazón en el piso que quedó todo resbaloso. El árbol no va a necesitar que lo poden en un par de meses, porque con cada ciruela se venían dos o tres hojitas. Pero me gustó. No sé porqué me impresiona tanto que un arbolito pueda dar tanta comida así nada más, algo que es rico de comer, que no requiera mayor proceso, que además es saludable. Y que al año entrante de aun más.

Aquí además se le da muchísima importancia a los productos bio. Y se parte del hecho- que yo confirmo- que las cosas orgánicas saben mejor o mejor dicho, tienen sabor. Yo lo noto en la fruta y en la verdura. Cornelia dice que ella lo nota hasta en los huevos de las gallinas que andan free range y que no le molesta pagar un poco más cuando tiene la seguridad de que la gallinilla al menos vivieron contentas. Ella lleva las ciruelas a la oficina y se las ofrece a los demás siempre con la propaganda adicional que son orgánicas y cosechadas a mano. Se van como pan caliente.

Ya con mi experiencia experta en el tema, me fui a atacar el resto de los árboles de manzana, con bastante éxito y sin caerme ni una sola vez de las escaleras. Por supuesto que al final me dolían los brazos y la cintura. Iba de camino a la hamaca, cuando vi montículos de tierra por todas partes. De maldosa, me ofrecí a acabar con ese aterro de hormigueros en la forma sádica más popular en Costa Rica: echándoles agua hirviendo para verlas salir sopladas.

Cornelia me explicó que no eran hormigas (no hay) si no un cabrón topo que le tiene el jardín hecho mierda con esa neurosis que tiene que andar cavando túneles. Si echaba agua hirviendo, corría el riesgo de que le cayera al topito y lo dejara en carne viva, pero ya que quería ayudar- me puso una pala en la mano- podía recoger toda la tierra y ponerla en un carretillo. Así pasé dos horas más paleando tierra para rescatar al zacate y pensando que si me salía el topo (que son bien feos), esperaba que entendiera cuando le gritara, en tico «Ushka! va jalando cabrón!»

Luego nos fuimos a recorrer los pueblitos cercanos. Son todos pequeños, con casas antiguas al frente de la calle y sus campos de agricultura detrás de la casa. En el centro, siempre la Iglesia. Una cosa re tétrica es que en el jardín de la iglesia está el cementerio. Y parece que a los alemanes les cuadra visitar cementerios. Ese día vi 6… y cada vez que llegábamos a alguna otra ciudad, Cornelia me decía «Ah, el cementerio aquí es divino. Vamos a verlo!»  y ahí iba yo de soplas a ver tumbas de gente que murió antes de que llegara Colón a América mientras rezaba un padrenuestro para que no se levantara ningún vampiro de esos lugares tan macabros.

En dos de los pueblos, hay un monumento conmemorativo a la marcha de la muerte. Por esas mismas calles pasaron, en 1945, los prisioneros de campos de concentración, movilizados a pie por las SS para alejarse de los rusos. Es posible que vieran estas mismas casas, con la puertas y las ventanas cerradas, pequeños pueblos fantasmas, recorridos por hombres fantasmas en uniformes de rayas. Quisiera pensar que allí, en esa primavera, muchos fueron liberados cuando los super hombres salieron huyendo.

Terminamos el día en Rheinsberg, visitando el palacio del príncipe Federico. Durante la DDR, el palacio fue usado como un sanatorio, porque está en la mejor ubicación: frente a un lago, rodeado de bosques. Además porque no se promovía la conservación de algo tan opuesto al socialismo como la monarquía.  El uso del palacio fue inmisericorde y hoy lo han renovado bastante, tratando de devolverle la pintura y los colores de antes de la guerra. Lamentablemente, la mayoría de sus muebles se han perdido.

Como éramos pocos turistas, nos dieron gratis el audio guide. Yo opté por la versión para niños (más sencilla) e iba de cuarto en cuarto muerta de risa con las tonteras de los dos angelitos que supuestamente me hablaban en el micrófono, que se conocían todos los chismes, incluyendo que la esposa del príncipe siempre vivió muy tirste, al igual que el príncipe mismo, porque los dos sabían que el príncipe prefería a los hombres por encima de las mujeres. Pobre príncipe reprimido, encerrado en su propio castillo, allá en el norte helado de una Alemania aburrida.

Almorzamos a lo típico en una hostería del pueblito. Es el restaurante preferido de Cornelia y come ahí casi todos los fines de semana. La comida estaba simplemente perfecta. Yo me pedí algo bien típico y aunque la porción alcanzaba para cubrir a unas seis personas, cómodamente, me la comí toda, emocionada de comer algo calientito y tan sabroso. Luego no me podía mover y pasé unas 32 horas sin volver a comer nada, de la llenura, por glotona.

Y no era que tuviera hambre. De camino habíamos parado en una panadería también típica, donde me comí un PfannenKuchen. Estas cosas tan pecadoramente sabrosas, son conocidas en el resto de Alemania como Berliners y originan la broma aquella de que cuando Kennedy dijo «Ich bin auch ein Berliner» se estaba identificando con esta delicia gastronómica y calórica y no con los habitantes de la ciudad sitiada (lo correcto hubiera sido «Ich bin auch Berliner», pero buéh! cómo le va a exigir uno a un gringo, por más Kennedy que sea, corrección gramatical al hablar las únicas 4 palabras de alemán que debe haber pronunciado en su vida?). Además comimos Kuchen. Dos piezas cada una. Y sí. Ya no me quedan los jeans. Y qué? estaba sabroso!

Allí, a la orilla de otro lago más lleno de cisnes gordotes y elegantes, Cornelia me contó de su vida, que empezó en la Dresden bombardeada cuando su mamá se enamoró de un flautista casado. Y luego de un hombre- al que Cornelia le dice papá- que la convenció de que se fueran al Oeste, ilegales, antes de la construcción del muro y el endurecimiento de las condiciones de migración. Cornelia se quedó en Dresden con los abuelos y la tía y veía a su mamá solo una vez al año en terrenos neutrales, como Bulgaria. Y después, con la ayuda de organizaciones internacionales para reunión de familiares, Cornelia pudo emigrar al oeste. Pero no quería dejar a sus abuelos. La convencieron diciéndole que su inmigración sería legal, que podía venir a visitarlos siempre. Y así lo hizo, todos los meses, primero a los abuelos. Cuando ellos murieron, la tía se fue a vivir a Berlín oriental, para que pudieran estar más cerca.

Dramas humanos hay, de verdad, en todas partes.  Somos las mismas historias, con otros personajes, otros escenarios, otros tiempos, pero con los mismos cariños, resentimientos, esperanzas y nostalgias.

 

 

 

 

 

5 gotas de lluvia en “Das Garten o de la obsesión alemana con la naturaleza”

  1. Terox dice:

    ¿Te imaginás esas «dachitas» en Costa Rica? La refri no dura ni dos días, y en una semana te la desmantelan toda… Por los topos germano-parlantes no te preocupés… un palazo en la jupa lo entiende cualquiera…

    Lo que es la vida… ¿hubiera sido mejor que TODA Alemania fuera «socialista»? ¿O toda «capitalista»? (Le hubieran dado FInlandia a Rusia de «vuelto»). Tantas familias separadas… vidas rotas…

  2. beto dice:

    El último párrafo me saca una reflexión: Si todos como seres humanos somos tan similares, ¿por qué nos empeñamos en parecer y juzgarnos tan diferentes? Saludos.

  3. Dean CóRnito dice:

    Un ranchito de 60 m2 vendría siendo en Costa Rica un apartamento de clase media, porque lo que es interés social oscila como de 38 m2 a 50 m2….

    Sole, acabo de almorzar (un poco tarde, ya se), pero me abriste el apeto, y eso que no describiste que fue eso tan típico y tan grasoso que te comiste. Tus relatos embrujan, lo transportan a uno hasta el lugar donde estás (o estuviste), y es como si uno estuviera viendo y viviendo tus experiencias. Genial, como acostumbras!!!

  4. solentiname dice:

    Terox: Esas dachas en Cr existen, se llaman quintas. Las tienen solo los millonetas que tienen a un peon viviendo ahi para que se las cuide… Alemania hubiera sido mejor con una combinacion de las dos cosas, de las dos cosas buenas.

    Beto: genau… meiner Punkt genau.

    Dean: Ah, esteee… si. De hecho es un apto comodo para una persona!! Lo que comi fue papitas fritas a la alemana (que no son las gringas), filetes de cerdo a la parrilla con pesto y hongos salvajes en su salsa. Casi pierdo el glamour para chupar el plato!! El Kuchen es una especie de pie, pero no tan dulce.

  5. Terox dice:

    Ah, pero en una quinta tenés que tener un peón que te la mantenga y la cuide…, eso no lo hace el dueño. Solo conozco un señor que tiene una parcela como esa (en San Miguel de Santo Domingo), incluido el rancho (aunque inhabitable y solo para chunches) y él sí hace todo ahí…

Y vos, ¿qué pensás?