Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Flashback

Mis hermanos y mi mamá se fueron a Condovac con oferta de pandemia. Reportan que está muy lindo y limpio, bien equipado, la playa preciosa y la cuesta tan infernal como siempre. Solo se puede movilizar uno en carrito. Además, cumplen estrictos con todos los protocolos.  Me mandan una foto desde la piscina.

Al fondo, se ve el mar, el rancho de paja que era o sigue siendo un bar.  Ahí también estoy yo.  Es de noche, tengo 16 años y Costa Rica va a las playas de Guanacaste. Uno se quedaba en un hotel de Liberia o Santa Cruz y en el día recorre playas y en la noche fiestas. Todos los años el mismo muchacho destroza un carro en uno de esos caminos de tierra oscuros que llevan a cualquiera de las playas. Todos los años son las mismas caras. Ese año la cara nueva era yo.

Pero no como debutante. Más bien como la acompañante fea de mi prima, que siempre fue una muñeca. Alta, atlética, con cuerpote de bailarina de ballet, extrovertida y de ojos claros. Ella sabía a cuáles fiestas ir y llevarme de chaperona era buen negocio para que le dieran permiso para todo aunque yo me quedara en una silla mientras ella estaba rodeada de pretendientes. A su lado, yo era invisible. Tampoco era que me molestara mucho, porque estaba acostumbrada a eso.

Llegamos y mi prima estaba por allá, rodeada de muchachos, bailando, saludando, buscando algo de tomar, riéndose echando la cabeza para atrás con aquel cuello de cisne y su melena de rizos rojizos. Parecía una estrella de cine. Eran solo 2 años de diferencia, pero ella ya era una mujer y yo la admiraba y la envidiaba a la vez.

Yo me contentaba con mi sillita y ver tanta gente distinta y tan bonita. Cuánto me faltaba para entender esa dinámica social, para hablarle a alguien que uno no conocía? De qué se le hablaba, qué se le decía.

Los veía bailar. Trataba de memorizar sus pasos pero sabía que cuando me parara frente al espejo, tendría el corto circuito. Pasaría el rato viendo cuál mano se levantaba en el espejo cuando yo movía la mía y otro rato más tratando de recordar cómo se llamaba esa mano, muchas veces sin lograrlo. Pero entonces yo no sabía que tenía dislexia lateral.

No es que no quisiera bailar. Me gustaba esa música, La conocía. Quería poder hacerlo como ellos. Pero también era y soy muy alta. A a diferencia de mi prima, con su gracia y su habilidad, nadie quería bailar con una jirafilla esmirriada, callada y torpe.

Así que la silla estaba bien. Me concentré en poner cara de estar muy entretenida. Cuando regresara a San José le contaría a mis amigas de mis aventuras. Probablemente exageraría un poco para hacerlo más interesante y las cuatro diríamos que con todo y todo era mejor no ser de la argolla y las cuatro sabríamos que estábamos mintiéndonos y que hubiéramos querido ser más normales, gustarle a alguien, tener novio.

A veces mi prima venía a ver cómo estaba yo. Sosteniendo el vaso de lo que sea, se paraba tirando el peso a un lado de la cadera y con el meñique me señalaba “Ese es Fulano.”  Y me daba información vital, de qué colegio, qué estudiaba, quién era la novia, si le daba vuelta. Yo me quedaba corta. Otra hubiera sabido qué hacer, qué decir, cómo emocionarse. Habría entendido qué significaba esa indiferencia o ese saludo.

Mi prima era siempre el centro de atención, Sherezade bailando para el sultán.  Guapísima y sensual. Se reía, le cerraba el ojo a alguien, sabía hacer gestos coquetos. Era imposible no verla. Era imposible dejar de verla. Yo hubiera querido sentir esas miradas en mí.

Con el set de románticas se sienta mucha gente, porque uno puede bailar salsa o merengue pero no es la misma intimidad que bailar música romántica. Y los adultos solo se levantan a bailar con los pasos dobles.

Se acerca y me pregunta que si quiero bailar con él. Le digo que no con la cabeza, viendo al piso. Usualmente eso hubiera bastado. De hecho me insiste y levanto los ojos para verlo.

No sé quién es. Nunca lo había visto, igual que a la mayoría de la gente que está ahí. Mi mundo se reduce a mi colegio católico y privado.

Es tan hermoso. Delgado, musculoso, pero no un bichito de gimnasio. Más bien el cuerpo de alguien que hace mucho deporte. Con una camisa de manta blanca, las faldas por fuera, los jeans. La piel morena. No es ese caramelo guanacasteco, ni el cobre de mi bronceado. Es otro, distinto. Es un café profundo, aterciopelado.  Tiene los ojos muy negros, como los míos.  El pelo también, en colochos, muy corto.

Me lleva de la mano a buscar un lugar. Me doy cuenta. De las miradas que nos siguen, bueno, lo siguen a él. Los demás saben quién es. Yo no.

Será como en los bailes del cole. Una canción nada más. Mis manos sobre sus hombros, las de él en mi cintura, entre los dos cabría otra persona.

Apenas empezamos a bailar siento como me acerca a él, hasta quedar mejilla con mejilla. Es un abrazo donde apenas nos balanceamos.  Si me habla, le tenderé que responder y no podré decir que la música no me deja oír.

Me pregunta cómo me llamo. Con quién vine. Que nunca me había visto. Que soy bonita, que me veo bonita. Yo le contesto lo mínimo necesario. “Alejandra” “Mi prima” “Gracias”. No le quiero decir cómo se llama mi prima porque él va a saber quién es. Y quiero su atención para mí. Solo 3 minutos.  No es mucho pedir.

Termina la canción. Yo conozco mi lugar en la cadena alimentaria y sé que fui hostil y ridícula y no supe qué decir. Pero no me soltó.  Sonreía y me dejé acomodar otra vez. Olía rico y había un poco de brisa.

Y si me decía que fuéramos a caminar? Tal vez me agarraría la mano. Tal vez no habría nadie en la playa, solo la luna. Tal vez me iba a dar un beso, que sería el primero.  A mis 16 años las cosas solo podían pasar como en las películas y en los libros porque la inocencia siempre está libre de violencia.

Recuerdo el timbre de su voz, cómo me reverberaba la vibración en el pabellón de la oreja, y en todo el cuerpo. La calidez, la dulzura. Me dijo cómo se llamaba y le pregunté si era italiano. “Soy tico”. Pero usted tiene un nombre raro. “Soy judío.”  Ahí fue cuando empujé todo por el guindo: “Entonces no sos tico”- le dije.

Se rompió el encanto. Empezamos a discutir como chiquillos. Que dónde naciste. Dónde nacieron tus papás. Bueno, entonces tus abuelos. Tomá mi cédula. Ves, que tenés un apellido italiano y uno alemán? Nos reímos. Seguimos hablando. Seguimos riéndonos.

No recuerdo cuando nos separamos.  Tal vez mi prima llegó a buscarme con alguna excusa tonta para hablarle a él.  O tal vez simplemente volví a mi sillita y cuando lo busqué para despedirme y no lo encontré más.

De camino, mi prima pegaba gritos histéricos de emoción y de incredulidad. Me interrogó sobre qué habíamos hablado, cómo era, cómo se comportaba, qué había hecho, cómo, qué había sentido. Yo lo entendía la mitad de las preguntas o no entendía cómo responderlas.

Pero sabía cómo tenía que contestarle: exagerando. Diciéndole lo que ella quería oír, como si yo fuera normal o popular, como si todos los días que el muchacho más guapo del país-según mi prima- me sacaba a bailar, me hablaba y nos reíamos a carcajadas.

Cada cierto tiempo me lo echaba en cara y me decía que no lo hubiera creído si no lo hubiera visto. En algún momento me dijo que él se había ido del país. Que los años lo habían destrozado, que había perdido el pelo. Que tal vez era homosexual.

La foto de la piscina de Condovac me inundó otra vez el olor del aire de mar, la brisa, los postes de luz rodeados de palomillas, su camisa de manta, su piel, su olor, estar recostada a él y la sensación de su voz diciéndome al oído “Me llamo Félix”

Y vos, ¿qué pensás?