Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Reunion

Mis viajes a la playa eran a Puntarenas. Muy rara vez a Guanacaste, porque era muy lejos y caro. En cambio, al puerto podíamos ir y volver el mismo día y en años de abundancia, quedarnos en cabinas sin nombre con ventiladores ruidosos para las noches.

Muchas veces íbamos con mis primos, todos los chiquillos en el asiento de atrás o en la joroba, sin un cinturón de seguridad y sin temor de un accidente. Con las ventanas abiertas, llegábamos con el pelo enredado y la piel seca, llena de polvo.

En algún momento del Aguacate, que yo nunca supe cuál era, alguien gritaba “el Mar!” y era como ganar una competencia. Nunca fui yo. Nunca lo vi primero y cuando alguien lo veía a mí me costaba mucho entender que esa mancha azul que se difuminaba era el mar.

Me gustaba y no me gustaba ir. No me gustaba ni me gusta aun la sensación de la piel pegajosa, llena de sal y arena. No me gusta el calor húmedo. No me gusta la idea de un mar lleno de animales. No me gusta esa arena suelta, que me hunde los pies y me quema. No me gustan las partes con piedras o con ramas que me lastiman los pies.  No me gustan los purrujas ni los mosquitos. No me gusta que la arena se acumula entre las piernas del vestido de baño, que no me la quito completa en las duchas públicas, que cuando venimos de vuelta me pica y me arde y me raspa y ya tengo la piel quemada y no quiero sentir a nadie cerca y todo me incomoda.Como me incomoda ese recuerdo, aquí, en Puntarenas, de un tipo de que se me acercaba mientras yo estaba en el mar, sentada, jugando, y me tocaba. Un desconocido. Y aunque yo me corría, se venía a donde yo estaba. Tendría yo apenas 5 años o un poco menos. Sé que mi papá ya había muerto y que mi vestido de baño era de rayas horizontales de colores. Pero recuerdo su cara y sus ojos y mi miedo. Pasaron más de 30 años para darme cuenta que eso que yo recordaba fue un abuso, de un extraño.

Me gustaba, en cambio, sentarme en la orilla del mar y sentir cómo se corría la arena con las olas. Buscar conchitas con caracoles cada vez que el mar los descubría y recogerlos en un tarro de Numar para mi granja imaginaria en la casa. Todos se me moría de camino a San José y apestaban el carro a marisco podrido.

Pero me gustaba más el paseo que no tenía. Quedarme en un hotel con aire acondicionado y piscina. Comer en los restaurantes del puerto y no esos sanguches de paté que llegaban aplastados y calientes. Refrescos helados recién servidos con mucho hielo y no la coca cola tibia de horas en el carro, todo sobre un paño grande, llenándose de más arena.

A veces, cuando venía mi abuela, un vigorón en la acera, por la nostalgia de la patria que ella ya no tenía. Eso sí, se lo comprábamos siempre a una nica, por autenticidad y por la conversa.

De souvenir, frutas de los puestos de Esparza. Cajas de madera con marañones. Bolsas largas de semillas asadas en zinc. Los pasados, que no me gustan. Galletas polacas. Cajetas. Y tal vez un carro sobrecalentado en las cuestas de regreso.

Vinimos a hacer turismo criollo retro. Una visita al puerto que yo hubiera querido para mi infancia. La adultez me ha dado la oportunidad de llenar huecos viejos. Nos quedamos en el Tioga, que en ese entonces era un lujo. No es la gran cosa, pero está bien para nosotros. Camas cómodas y limpias, un aire acondicionado que no pasa de cierto punto, un tele con limitada opción de canales. Ducha limpia con agua fría y caliente. Un lujo para aquellos años.

Tiene una piscina pequeña donde Pato se da gusto y hay que sacarlo casi que a la fuerza. El agua está más caliente que el ambiente, pero es como un jacuzzi grande. Algún día encontraré un hotel que nos comprenda a los madrugadores. Nos sacaron de la piscina porque se puede uno meter hasta las 8:30. Y para el desayuno, hay que esperar hasta las 7.

Comimos en el chino del hotel, un clásico de la comida china local, una fusión lograda por la colonia china, que no tiene el reconocimiento que merece. La salonera estaba agobiada por la cantidad de gente y probablemente por esa mesa grande que pide y pide refills de wan tan y de cerveza. Quisiera ser aventurera y pedir picadillo chino en lugar de comer siempre lo mismo.

En la noche, un granizado de dos leches. El Churchill no me hace tanta gracia porque no me gusta con helado. En cambio, el copo en copa enorme es un misterio que aun no haya sido reconocido como patrimonio cultural de la humanidad.

Vinimos porque desde que llegaste, amor, mamá tiene miedo de venir a Puntarenas. Pero he estado escuchando a personas adoptadas contando de su experiencia y de la importancia y su derecho de saber de dónde vienen.

Nunca te hemos dicho otra cosa y vos tampoco has preguntado. Siempre te hablamos de cuando vos llegaste, de dónde estuviste antes, del día que te conocimos.

Escuchando a esas personas, sentí primero miedo del día que vos preguntés quién te trajo al mundo, dónde está, porqué no se quedó con vos. Ganas de protegerte del dolor y del rechazo y de la frustración.  La necesidad de controlarlo todo, de saber qué va a pasar. Mi incapacidad de lidiar con la incertidumbre. La adicción al qué pasaría si…

Pero la vida no es un cuento. No te puedo proteger de picarte el dedo en la rueca y de  por sí el rey tampoco pudo y por eso hubo una Bella Durmiente.

Y al escuchar a esas personas, su dolor, su búsqueda, su sensación de ser otros, de ser diferentes, de nunca calzar, de saber que algo faltaba, de sospechar de secretos; he llegado a pensar que eso no tiene que ver con ser o no adoptado.

Tiene que ver con amor. Con esa dinámica tan compleja que es ser familia. Con saber vivir. Con dolor. Con vínculos disfuncionales. Porque todas esas sensaciones las viví yo, al punto de preguntarme si sería que la adoptada era yo.

Los escuché hablar de sus sueños y fantasías sobre cómo sería su progenitora, si tendrían otros hermanos, la necesidad de ver personas parecidas a ellos y los entendí. El momento en que se encuentran con su familia biológica y todo lo que se ha escrito de eso. Tiene un nombre especial: reunion.

Yo espero, de corazón, que para vos sea diferente. Sé que voy a fallar y fallo desde ya, y habrá resentimientos y reclamos, pero de verdad espero no fallarte en lo que de verdad es importante.

No me sentí ansiosa. Para una persona como yo, que siempre ha tenido miedo, eso es una pequeña victoria. Eso hicimos al venir aquí. Enfrentar el miedo de reconocer a tu progenitora entre la gente, de que ella te reconociera a vos, que alguna persona dijera o notara que vos te le parecieras a alguien más. Enfrentar esa realidad de que hubo una persona que no volvió por vos. Tu abandono. Tu vulnerabilidad.

Cuando viste el mar, dijiste “El mar es bonita…” con esos ojos grandes que todo el mundo te pide que les regalés. Cuando caminamos por la arena me dijiste “Me gusta Puntarenas”. Y tomado de la mano de papá y mamá, te dijimos que vos habías nacido aquí. Preguntaste donde nací yo. En San José. Y papá? En Chile.  “Me gusta”, volviste a decir. Y no preguntaste más.

Vinimos a que vos te reunieras con tus orígenes, Pato. A reunirte con el mar.

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Y vos, ¿qué pensás?