Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

3 días en Miami

Me ofrecen envolver la maleta en plástico «porque es manipulable». Ayer terminé El Patrón del Mal y estoy paranoide. Me pasan por los ojos imágenes de decomisos, detenciones en el aeropuerto, manos anónimas metiendo paquetes de sustancias conocidas, pero ilegales. Pero no, gracias.

Gracias al trato chueco de las millas, viajo en primera clase y voy a hotel fino pagado con puntos. Yo recuerdo los años en que la clase turista recibía esta atención. Vajilla de verdad, cubiertos de verdad, vasos de vidrio, comida caliente, personas sonrientes y pacientes. Ahora está reservado para ese espacio entre cortinas. Una injusticia del viaje internacional. La señora de al lado lleva un gatito en el bolso que maúlla aterrado al despegue y al aterrizaje.

Creo que ya tengo edad para decir que Miami no me gusta. Por la razón que sea, pero no me gusta y no es esas ganas de ir contra todos como cuando uno dice que no le gusta París (que, por cierto, tampoco me gusta). Es una mezcla entre los malos recuerdos de infancia, el calor y la humedad pegajosa, la ausencia de transporte público decente y el acento cubano de tono triste de viejitos que deberían estar sentados en una hamaca viendo el mar y no cargando maletas. Me lo tomo como una vacación personal corta, de mucha lectura y práctica de chapoteo.

Hace muchos años no venía a Estados Unidos y estoy maiceramente impresionada de los kioskos en migración, del auto pago en farmacias y tiendas, de celulares que son tarjetas y en general de innovaciones que requieren que me expliquen despacito y como si fuera otro idioma, de algunas horas para acostumbrarme.

Mis intenciones acuáticas resultan fallidas, en una piscina muy corta, para diversión, de agua caliente y encima, salada. Hago lo que puedo antes de aburrirme mucho y me reconforta saber que en el cuarto tengo el kindle, la tele, palomitas y coca cherry zero.

Lo que los hijos de los latinos que viven en Estados Unidos le hacen al español debe ser un crimen contra la humanidad y la identidad cultural hispana. No entiendo cómo estos muchachos que han oído español toda la vida lo hablan tan mal y no les importa.  La culpa, creo yo, es de los padres y de la adaptación sin guía. Es tan chocante y yo tan intolerante, que cuando me dicen “Señora Sole, en este momento no le tengo, ay, cómo es que se dice en español? un answer”, les respondo, derrotada “That’s ok, we can speak English if that is easier for you”. Es cierto que mi pataleta en nada cambia las cosas y que si vuelvo en 5 o 10 años más, es posible que eso que hablan ahora sea el español estándar.

Nada queda de la chiquilla patilarga que creía que aquí se podía practicar inglés allá por 1980. Llevo tantos años hablando español y queriéndolo, que ahora respondo sí, gracias y otros automatismos en ese idioma. Ya no me interesa que me digan que no tengo acento ni esas ridiculeces.

Mi actividad es a la vuelta del hotel y llego puntual a las 8, de primera. Conforme empiezan a llegar el resto, me doy cuenta que casi todas somos mujeres y tanto estrógeno, me incomoda, sobre todo cuando se sobremaquillan y se sobrencaraman en tacones y pavonean las joyas. Nos invitan a  socializar y yo no me muevo de la silla: mi networking se reduce a responder cuando me hablan.

Ahora ya la sala está llena, con abogadas de todo América Latina y me doy cuenta del daño de la las series de abogados. Casi ninguna es flaca perfecta. Aquella usa curitas en los talones porque le maltratan los zapatos. Aquella es caderuda, como yo. Esta otra compró el vestido en recontrasale que vi ayer en Nordstrom y está incómoda porque le queda muy corto. Una le avisa a la otra que tiene la blusa desabrochada atrás y otra más dice que ella también y se ponen en fila para ayudarse. Alguna comenta que no sabe cómo hacer para ponerse el traje que usará en la premiación de la noche. Alguien más le da el tip de cómo hacerlo con una cuerdita y una gacilla. Me siento más cómoda cuando veo que son humanas y que muchas se comportan como yo y que en su madurez siguen siendo las chiquillas que fueron en el colegio. Esa sororidad, la de mujeres de verdad, sin poses, es la que me gusta. La otra, la convención de víboras enojoyadas y perfectas, me castra y me aterra

En la actividad en grupo le caigo mal a la guatemalteca que cree que esto es escuela de señoritas cuando reclamo el derecho al ejercicio de la profesión sin renunciar a mi condición de mujer, en cualquiera de las versiones que implique lo femenino. Yo quiero trabajar sin sentir culpa, no sentirme mal por tiempos flexibles, tener derecho a ser mamá y a estar con mis hijos, no tener que cacarear todo lo que hago, poder parar los comentarios inapropiados de forma educada y demostrar que mi biología aporta y no atrasa. No quiero ser esa abogada de terror, que para abrirse campo terminó siendo una bruja, la arpía que a punta de violencia y miedo logra que se hagan las cosas. Yo trabajo para vivir, a diferencia de algunas que están ahí que trabajan para no aburrirse o no lo necesitan.

Es increíble que yo esté en una convención de mujeres hispanoparlante como la de mi mejor chiste.

“Es cierto que la cultura en nuestros países es de cierta forma, pero creo firmemente en que podemos cambiar la cultura”. De mi lado de la revolución, se apuntan Brasil, Panamá y Argentina. La argentina me dice que ellas allá en Buenos Aires usan una frase que no les falla: “There is a special place in hell for women who do not help other women”, de Madeleine Albright. Las demás me ven con el horror que reservan mis tías abuelas cartagas cuando yo contaba algún chiste vulgar en un té de señoras.

Una abogada gringa dice que a ella le aterra ver cómo en ciertos negocios ya no hay mujeres. Que por las razones que sea, muchas de ellas equivocadas, al menos en América Latina tenemos ayuda de calidad disponible para la casa y tenemos a nuestra familia cerca. Que los latinos, gracias al matriarcado, han crecido rodeados de mujeres y por eso they like us better que los gringos. O sea, dejen de quejarse. Abran los ojos. Vean las cosas a contraluz de su corazón.

Me quedo con varias ideas y cosas que quiero hacer al regresar a casa. Tal vez no las implemente nunca, pero me gusta esto de sentir que pienso y planeo y siento ilusión. No estamos nosotros para lo que hacen los gringos, pero hay cosillas que puedo adaptar y otras que me dan nuevas ideas.

Nunca me acostumbraré a la abundancia gringa. Tanto y de todo, de todos los tamaños y los colores. Me abruma un poco y me marea. Siento los precios de la comida un poco altos, pero porque compro en supers ensaladas gourmet que después me como aunque no me gustan. Me pregunto si me habré vuelto más frugal, más ordenada, más europea, pero unas horas después, en medio de un huracán de bolsas vacías, recibos y chunches en el cuarto del hotel, me doy cuenta que sigo siendo la misma. Es una cosa buena que yo no viva en este país donde me antojo de todo y a cada rato.

Algo que dio alergia y me pica y me arde la cara. Pudo ser algo de todas las porquerías que comí o probé o los tratamientos nuevos que me mandó la dermatóloga.  Ya no podré nadar más. Además salir es un suplicio, por la humedad que me empapa con dar unos pasos, aunque ando vestida de playa. Compro varios remedios, skypeo con dos amigos médicos, hacemos concejo formal y aquí voy con la cara hecha un incendio, deseando llegar a mi casa, ponerme mis remedios y ver a Marce y a mi perro. Miami centro es un montón de tiendas desocupadas, olor a orines, homeless que piden cualquier menudo y gente ciega a sus necesidades.

Han sido tres días pero los siento como una semana. El cubano que me envuelve las maletas en plástico- las, porque tuve que comprar otra- creo que me estafa cuando me dice en voz cómplice que me las va a asegurar, que no me lo cobra, pero que le ayude con algo. Luego veo que el precio incluye el seguro. Igual me ayuda con otros trámites que no les veo sentido: antes de chequearse, Avianca exige pesar uno el equipaje y llevar un papelito con el dato. Me las pesa, me defiende, me lleva y me trae.

La señora que me chequea es paisa. Al final le digo “Hágale pues”, con mi mejor acento y me sonríe orgullosa. De premio me da la bendición del divino niño de Atocha y  me encomendó al santo manto de la Virgen.

No quise montarme en el busito turístico, ni ir a Miami Beach, a Coconut Grove ni a South Beach. No quería ir a comer sola a restaurantes míticos. No voy a salir a clubes o a discotecas. Y aunque hubiese venido en grupo, creo que tampoco lo haría. Lo mío es poner el aire a full, empiyamarme con sudadera y ver Comedy Central con timer hasta que me duerma.

Achará amaneceres de Caribe repentinos y atardeceres rosados, desperdiciados en una ciudad sin alma.  Al menos aquí no hay turistas chinos.

Una gota de lluvia en “3 días en Miami”

  1. Gabriela dice:

    Opino como tú sobre cómo destrozan el castellano los hispanoparlantes (aunque creo que es demasiado llamarlos así) en Estados Unidos. No sé qué es peor, oírlos llamar para atrás al troquero (camionero, viene de «truck») o leer algunos mamarrachos en Twitter. El infierno del idioma debe estar entre esos dos.
    Tanta mujer junta me pone un poco nerviosa, qué quieres que te diga. La verdad es que a veces, no entiendo a mis congéneres: ¿ponerse un vestido que te incomoda solamente porque es bonito está de moda? No, paso.
    Me gustó la descripción que haces de este viaje de autodescubrimiento.

Y vos, ¿qué pensás?