Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Downton Sole-y

Hace muchísimos años, leí y lloré a mares con La pequeña princesa, mucho antes de saber que había sido una película con Shirley Temple. Lo leí una y otra vez, aquella chiquilla milloneta, que queda huérfana (al papá se lo come un tigre en India, lo hieren en alguna guerra o algo así) y pasa de ser la chineada a la empleada del internado, teniendo que dejar el mejor cuarto, viviendo casi en el ático, limpiando los baños. Una especie de Cenicienta de la era victoriana inglesa. Por cierto, no sufran- vienen spoilers- al final se hace amiga de un sirviente indú que se la presenta al jefe que era muy solillo y muy milloneta y la adopta y todos felices comieron perdices- O el papá aparece. O algo así.

El hotel donde nos quedamos es una casa antigua, muy cerca de la estación Victoria, en el mismo barrio donde queda la casa en esa novela/serie  inglesa buenísima (disponible en Netflix) que es Downton Abbey  Pero, igual que La Pequeña Princesa, nos tocó en un cuartico en el último piso, creo que el octavo, donde estábamos muy cómodos, porque todos nos quedaba a un brazo de distancia. Con estirarlo podía prender el tele, abrir la ventana, prender el ventilador (no había aire acondicionado), abrir la puerta del baño, del cuarto o del closet. Desde la ventanita minúscula se veían más abajo las chimeneas de los vecinos. Y para el desayuno, había que bajar los siete pisos de escaleras estrechas para ir a comer al sótano, la parte down de Downton Abbey. O sea, pagando precio de primer mundo y durmiendo y comiendo como los sirvientes. También podría decir que como Peter Pan, un viejo conocido de infancia.

La casa se veía como la que sale en la película Hook, donde vive Wendy, ya hecha una viejita y donde llega Peter, de adulto, para que sus hijos pequeños la conozcan. Por cierto, Peter de adulto es abogado, no precisamente por gusto sino porque ya no se acuerda de nada. Nosotros estábamos en el cucurucho, como decir en el cuarto donde duermen los chicos en esa película.

Londres es una ciudad que define el concepto de magnificencia. Es enorme por todo lado y la que más tiene pinta de imperio. Pareciera que se ha mantenido así por siglos de siglos y no se ve señal alguna de haber sido bombardeada. Sus edificios públicos son imponentes, pero de alguna manera, tanto poder no se refleja en el buen gusto. A pesar de ser la metrópoli por excelencia de cuando yo aprendía de modelos económicos en Estudios Sociales (en mi cole querían hacer de todos libertarios, aunque para ese momento no existía el partido y Otto era mariachi), carecen de cierto refinamiento, de cierto gusto por la belleza y el detalle que sí vi, por ejemplo, en los lugarcitos más sencillos de Bruselas.

Yo me sentí mareada desde que llegué y decidí dejar de tratar de acomodas en el cerebro la forma atravesada en la que hacen todo aquí. Manejan del otro lado. Las calles angostas tienen carriles en ambos sentidos. Los choferes de bus están del otro lado. Al cruzar hay que fijarse primero para el lado para el que uno nunca se fija para que no se lo levante un carro. Y encima yo, que vivo en un mundo de dos derechas, la correcta y la otra, no podía con tanto, así que me di por vencida y disfruté de esa insoportable levedad mental post temblor fuerte y sus réplicas o de cuando una Tafil patea.

La comida no ayudó. Mis observaciones científicas demuestran que esta gente come todo hecho puré y bastante insípido: prorridge, el relleno de los pastries, gravy, peas. No sé si es para lidiar con sus famosos dientes de mala calidad- o la ausencia de ellos. Comimos Fish and Chips en un lugacito del Soho equivalente a los Tacos de Manuel de Montes de Oca, pero mis bacterias se revelaron. Nosotras estamos acostumbradas a la fritanguita nacional. Uno entiende porqué la mejor comida indú y árabe se consigue en Inglaterra. Esos pobres machillos deben haber recibido con los brazos abiertos cualquier cosa que les generara reacción en la lengua.

Lo otro fue el Tube. Esta vez lo agarré en full funcionamiento y debe ser de los metros más complicados en los que he viajado, prueba orgullosamente superada. Lo que me sorprendió es lo pequeño e incómodo. Es el Tube porque el tren tiene forma de eso y los túneles y estaciones que lo comunican, también. Una persona alta cabe cómoda en el puro centro del Tube, pero ese centro suele estar hasta la madre de gente. Además no tienen aire acondicionado y en rides largos, queda uno hecho un pegoste asqueroso. A eso me le suman, por favor, que nos tocó un feriado francés y a juzgar por el olor, todos decidieron visitar Londres. En ningún momento se siente un ambiente, una cultura o una vivencia de isla. Es como si Inglaterra fuera el mundo entero.

Viví una experiencia única. De atorrante, desde que estábamos planeando el viaje, comenté que me gustaría ver El Fantasma de la Ópera. Tuve mis dudas cuando vi que en el Teatro de en frente se estaba presentando Bradley Cooper con el Hombre Elefante, pero me convencí cuando razoné que ese muchacho solo se ve guapo en las pelis de The Hangover. ¿Cómo estuvo El Fantasma de la Ópera? Mágico. Solo eso. Mágico. No entendí ni mierda porque nunca entiendo las palabras cantadas y además no tenían letritas. No me perdí del todo, porque había tomado la previsión de leer la trama en Wikipedia. Pero me sentía como una chiquita, emocionada con los asientos de segunda fila, reclamando que debí haber ido a comprar ropa decente para no ir en piyamas y en tennis, fascinada porque había una orquesta de verdad en el hoyo frente al escenario, maravillada con los efectos especiales de las escenas del lago y del techo, asustándome cuando aparecía el fantasma y con los tenebrosos sonidos del órgano. Estuve tan entretenida, que no me di cuenta cuando me lloraron los ojos de la emoción, ante tanta belleza. Sí, suena ordinario y cursi. Pero me imagino que hay gente que cuando se enfrenta a algo muy bello, se le conectan directo los lagrimales con las sensaciones y sin querer llora. Algo así me pasó por ejemplo cuando vi un parto.

Salí tan contenta que le aseguré a Marcelo que ese había sido el mejor regalo que me había dado jamás, que le perdonaba todos los libros repetidos, las cosas que no me gustan y no me quedan pero que ahora había que hacerse el firme propósito de ver algo así al menos una vez al año, si la vida, el trabajo y las ganas alcanzan. Por un momento me dieron lástima los actores: hacer todos los días lo mismo para un teatro de turistas que no sabemos distinguir un aria de una zarzuela y que igual aplaudimos de pie porque así somos de dramáticos, irrespetuosos que vamos en jeans y en tennis, con palomitas de maíz. Pero luego leí que esta es la producción más exitosa en la historia de Londres, les ha dejado millones de dólares, nunca la han presentado sin que el teatro esté lleno y otra serie de factoides de esos que me hacen felizmente nerd-

Caminamos, caminamos, caminamos y seguimos caminando. Camina uno por horas y avanza muy poco, pero conoce mucho. Por dicha el clima estuvo perfecto. Atravesamos el Támesis por abajo y por arriba. Recorrimos Greenwich, me pare en longitud cero y entre dos hemisferios, momentos antes de que sonara la alarma de incendio y nos evacuaran a todos. Marcelo me llevó a ver el Observatorio de su Real Majestad, donde pasa el meridiano, donde él estuvo muy interesado en ver el cuarto donde estuvo Newton, todos los relojes que se han inventado y los telescopios. Yo me avoqué a las exhibiciones interactivas para niños y a revisar en la guía dónde comer rico y comprar recuerditos. Me soplé incluso una presentación en el planetario donde un astrónomo de carne y hueso no le supo responder a un niño de cinco años qué es exactamente la materia oscura. Dato curioso: Halley, el del cometa, era muy famoso muy joven por sus descubrimientos astronómicos. Lo contratan en el observatorio, donde vivió 18 años. Pero era muy descuidado, y nunca calibraba sus telescopios ni sus relojes. Por eso, todo el trabajo de casi 20 años no sirvió para nada. Prueba científica de científico que el diablo existe y está en los detalles.

También me llevó a la BBC, pero no había campo en el tour ni ese día ni al siguiente. De lejos observé la enorme pecera que es la redacción, un espacio abierto donde todos tienen cara de querer morirse o al menos eso proyecté yo, porque en una situación así pediría que me asignen un closet de escobas o algo. Fuimos muy lejos en el Tube a buscar una cabina telefónica azul, tomamos foto y nos devolvimos. Buscamos a Dr Who por todo Londres.

Al día siguiente, mi dulce revancha: Camden Town fue el barrio punk de la ciudad y creo que lo sigue siendo. Es el cielo de los chuncheristas profesionales como yo, con cuadras y cuadras y cuadras de mercaditos, puesticos, ventas de cuanto chunche. Me di cuenta que tengo el ojo ya entrenado, porque distinguí muchas cositas que venden en Etsy y en Ali Baba y podía hacer comparación de precios y tener la tranquilidad que las puedo conseguir online si las quisiera y si las pudiera pagar. Además, tienen puestitos de comidas exóticas y extranjeras y todo el mundo te da a probar un poco. Y aceptan tarjeta casi en todos los puestitos. Es una cosa de todo el día todos los días. Vimos una tienda con los zapatos más locos del mundo, con tacones hechos, por ejemplo, de ovejas de cerámica baratas. Las tiendas de confites, que parecen de película. Las famosas Doc Martens en todos los estilos, diseñor y colores, algunas con tacones altos de metal. El puesto donde te venden solo cereal, el que uno quiera, pero solo cereal. Otro de tostadas. Otro de mac and cheese gourmet.

Uno no pude comprar todo, aunque quisiera y aun cuando como en mi caso, se compra maleta adicional para el sobrepeso, pero yo disfruto más caminar entre la gente y ver cada rinconcito. Para Marcelo, eso es tortura frenética, pero yo ya había entregado un día a la ciencia, así que estábamos a mano. Me pongo a pensar en cómo en un barrio así, tiene todo el sentido del mundo que hayan surgido los punks y toda su subcultura. De cómo las artesanías y cositas que hacen y que venden se entienden en este contexto y de cómo ojalá Costa Rica lograra hacer eso, buscar las cosas que reflejan su realidad, en cultura, souvenirs, artesanías, arte y avocarse a eso en lugar de estar copiando otras cosas, que si bien bonitas, se explican dentro de su propio elemento.

La cantidad de revistas tabloides y de chismes de la realeza me podrían haber dejado sin un cinco, pero se impuso la vergüenza. Desde chiquita, cuando mi mamá comparaba Vanidades, yo la leía a escondidas y me sabía las andanzas de todas las casas reales europeas. Cuando vi esa oferta tan amplia, sentí el viejo placer de leer a escondidas removerse, pero me amarré los deditos y me consolé pensando que mucho de eso lo puedo leer en la internet, aunque no es lo mismo. Pero estaba en Londres y aprovecharía para ir a ver Buckingham por dentro y la Torre de Londres donde mataron a Ana Bolena, el terrible Enrique Octavo, el Barba Azul de mis cuentos de infancia… hasta que vi que cobraban 25 libras esterlinas por persona por entrada y muy digna los mandé para la mierda. Calmate, ni que me fueran a dejar cambiarle las mantillas a Charlotte o tomar el té con su majestad la Reina.

Un detalle curioso es como Amazon ha cambiado la vida. Cuando vine hace 6 años a Alemania, mandé casi 10 cajas de libros a Costa Rica, con mil penurias. Ahora solo le tomo la foto a los libros que me llaman la atención y luego los compro físicos o para el Kindle. Veo un juego divertido y hago lo mismo. Viajo con menos peso y al exponerme a esas cosas nuevas, por lo menos sé cómo buscarlas en ese laberinto desordenado que es Amazon. Si no es porque las veo en la calle, no me llego a enterar que existen.

Londres no cambia, creo, porque sus tres bases son tradition, tradition, tradition: el motivo de su orgullo. Los negocios se mercadean diciendo hace cuánto existe. El concepto de royals define tu posición en la vida. No sé cómo son esos ingleses, porque la verdad, cuando uno viaja, conoce a las personas más sencillas, que trabajan en el hotel, en el metro, en la tienda, en los tiquetes. Esos todos fueron muy dulces y amables y pude ver que parte importante de su trabajo es estar atendiendo a turistas muy perdidos, mapa en mano y muchas veces con un inglés deplorable.

En fin, que Londres se ha lavado la cara y hasta ganas de regresar tengo. Y cuando piense en el Big Ben, pensaré en la dirección que una vez dio Peter Pan para volar a Neverland: «Happy thoughts! second star to the right, and straight on till morning»

 

Una gota de lluvia en “Downton Sole-y”

  1. Gabriela dice:

    Pues mira que coincidimos en algo. Yo dudo que una gastronomía pueda ser sabrosa sin usar ajo. Seguro que ni la mano experta de la señora Patmore puede sacarle sabor a algo en esas tristes condiciones. Con lo rico que se siente ese toque en la comida.
    Vaya que caminaron y caminaron. Me encanta esa manera de celebrar la vida.

Y vos, ¿qué pensás?