Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Ghostbusters

En medio de la comilona de tamal, me van contando que tenemos fantasma en la oficina. Que es un hombre alto y delgado, que lo ha visto mucha gente.

Un sábado, una de las secretarias llegó a trabajar con su hija de 10 años. La mandó al comedor a traer hielo u la chiquilla volvió sin nada y temblando de miedo: había visto al flaco sentado en una mesa y ese “señor” la había asustado. La mamá se extrañó y fue a revisar, pero obvio, no vio a nadie.

A veces lo ven presionando el botón del ascensor. A veces en el descanso de las escaleras del edificio, recostado al ventanal.  A veces se escucha una máquina de escribir a toda chancleta, aunque las únicas dos que quedan en la oficina son eléctricas y ya nadie sabe usarlas.

Cuando preguntamos de dónde un fantasma en un edificio tan nuevo y en barrio fino, los testigos me recuerdan que por algo se le dice a Escazú la ciudad de las brujas y que no existe escazuceño de pura cepa  que en algún momento no se haya llevado su buen susto.

“Pero el cuento de la máquina de escribir y de pasos en la escalera es de toda la vida– interrumpo yo-  desde que estábamos en el Este. Es más, desde que mi jefe y yo trabajábamos en otro lado, siempre en el Este, porque en ese barrio donde estábamos antes, no hay casa donde no asusten”

Dicen que sale tarde en la noche. Me prometo no quedarme tarde. Que sale también los sábados y feriados, cuando hay poca gente en la oficina. Hago un recordatorio en la memoria de no hacer semejante tontería.

Es que soy dulcititica yo, para eso de ver muertos. Hasta me pongo a pensar que en la de menos ya lo he visto, con tanta gente que entra y que sale de la oficina, entre asistentes, oficinistas, clientes y mensajeros. Pero también que me hubiera dado cuenta porque el cuerpo a uno le avisa cuando lo que está viendo es un muerto.

Para compensar esa conversación tan tétrica en un ambiente navideño, insisto en contar mis propias historias de aparecidos, locales e internacionales, para repartir la recomendación de Mimí: “Putéalos y bien duro y les decís que te dejen tranquila” y de cómo el ateísmo no es a prueba de fantasmas y termina una bajando santos y recitando rosarios completos.

Una compañera me trae a la casa y de camino me dice que me envidia porque a mí los muertos nunca tratan de decirme nada y porque no me dan miedo.

“Sole, a mí, chiquita, me atormentaban. Me movían la cama, me arañaban, se me subían encima como si fueran a  violarme. A mí me daba miedo dormirme. A mi hermana le sigue pasando lo mismo. No la dejan tranquila”

Entiendo entonces porqué es tan religiosa. Quisiera abrazar a la chiquita aterrada y ofrecerle mis talentos y resistencias paranormales para que no tenga miedo.  Y en la memoria cuento la cantidad de veces que he oído historias similares. Demasiadas para ser casualidad o cuento. No quiero pensar en las causas reales de tanto miedo en la infancia, porque intuyo motivos horribles y la verdad, prefiero que sean fantasmas.

Y pienso en aquel cura jesuita y callado, que me presentó el marisopo hace unos años, que le dio clases en el colegio y le enseñó la fe que le permitió morir tranquilo cuando ya no pudo contra el cáncer. Ese cura, decía el marisopo, hacía exorcismos para chiquillos atormentados y espantaba, para siempre, a las fuerzas oscuras, fantasmas y demonios.   Al marisopo también le había pasado. Y en agradecimiento, iba a visitarlo a veces al colegio y a veces, nos llevaba a los amigos.

Y vos, ¿qué pensás?