Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Inglorious Wien

Viena me incomoda. Hoy como hace 4 años. Desde que llego, algo tiene que me hace sentir un poco tímida, extraña y lejana. Cruzo muchas calles antes de que finalmente pueda entender qué es lo que me pasa.

Viena es Cristof Waldz, en su papel inolvidable de Inglorious Bastards. Esa educación exquisita, el perfecto caballero, la cutura y caballerosidad que bordea peligrosamente el amaneramiento, la corrección personificada y por debajo, latiendo, todo lo cruel, lo siniestro y lo macabro de lo que es capaz.

Ni siquiera el hospital de los muñecos me consuela. Ni los helados. Ni el strudel ni los pastelitos que me como cada tres horas. Los salones rococó, la elegancia exagerada, el sabor tan delicado y fino; solo me acrecienta la sospecha de que algo está mal con una ciudad que se precia de ser tan bella y tan ordenada.

Llegar a Viena, además, es volver a la dictadura del orden alemán. Ellos dicen que hablan alemán pero que no son alemanes. Hablan alemán con el acento campirano que nadie en Alemania usaría en la televisión, solo en la calle. Da igual. Uno tiene que ir por el lado correcto de las escaleras eléctricas, cruzar cuando se lo ordenan, llegar puntual a todas partes, hacer filas, y filas y más filas, hasta en la heladería más famosa, que es apenas una ventanita en una calle. Viena es un chiquito con el pelo tieso de gel y carrera al centro que necesita urgentemente que alguien lo despeine.

Viena es, además:

Castillos. Los castillos fastuosos, que confirman porqué a la monarquía había que cortarle la cabeza sin pensarlo dos veces, porque todo ese dinero para el lujo significó quitárselo a quienes lo necesitaban. Hacer fila para tomarse una foto.

Política. Nos mienten cuando nos dicen con desprecio que los latinos somos caudillistas y que eso es señal de subdesarrollo. Aquí y en Alemania es semana de elecciones y aunque se vota por un partido y no por una persona, todos, todos los rótulos de vote por Pepe, tienen la cara de Pepe impresa. Y en los debates, aquello es un pleito de cantina donde todos hablan encima de los demás. Si eso es cultura, ahí me avisás.

El Príncipe Eugenio. Eugenio de Saboya, chiquitillo y feo con ganas, nacido en Francia pero expulsado por temor a un golpe de Estado, llega a Viena y se convierte en un héroe militar. Adoraba a los animales y a la naturaleza, y sus palacios, como el Belvedere, le hacían el pique a las casas de los Hasburgo. Fue el primer píncipe Bio o chancleta, que se relajaba cortando él mismo los arbustos de sus versallísiticos jardines. Se cuenta que tenía un león domesticado, que era su gatito personal, que además interrumpía las cenas con invitados para meterles pánico a todos. Además tenía una lora a la que le enseñó a hablar y espero que a decir vulgaridades. Sus jardines están llenos de esfinges que eran testimonio de la cultura de don Eugenio, que rajaba además de ser muy educado y leído. Todas las esfinges- y eso es algo que solo Marcelo podría notar- tienen en común las tetas sucias. “Como si las toquetearan constantemente” – me dice.  El león rugió desesperado cuando Eugenio se murió de pulmonía en su castillo.  La lora lo sobrevivió por varios años y cuando Napoléon entró a Viena pidió ver al pajarraco para ver a los ojos al último ser vivo que había visto a su archienemigo, es decir, a Eugenio. Eugenio nunca se casó. Se dice que porque siempre tuvo la vocación de cura. Ajá. Venime.

La Judería es apenas una plaza vacía que a ningún turista le interesa, salvo tal vez a mí. Ahora por lo menos hay un monumento y un museo, pero persiste esa sensación que a ellos les interesa más quedarse en su pasado glorioso del Kaiser Franz Josef I y esa Diana del siglo 19 que fue su esposa Sisi, que preocuparse por el silencio cómplice de los vieneses asesinados en el Holocausto. Fueron apenas 65 mil y el número me suena pequeño y me pregunto si habrán podido salir a tiempo. Donde antes estaba la sinagoga, ahora está el monumento a los muertos, una caja enorme hecha de libros de piedra. Libros, sí, porque los judíos eran la gente de los libros, los que leían, los sabios. Me saca una sonrisa leer que los rollos de la Torá, antiquísimos, se conservaron porque un cura católico se encargó de hacerlos enterrar, bien protegidos, en un cementerio cristiano.

El arte que me golpea en la calle, al ver músicos pidiendo dinero de caridad. La ciudad que se pregona capital de la música tiene a sus artistas pidiendo limosnas. La ópera tiene entradas para estar de a parado y una pantalla gigante para verla desde la acera, si uno llega temprano a coger campo. Nos tocó ver Otelo, en un ejemplo de la magnificencia de la globalización: la obra original escrita en inglés por Sheakspeare, la ópera en italiano por Verdi mientras vivió en Viena y con subtítulos en alemán para poder entenderla.

El Beso.  Lo vi y sentí como me nacía una frase solo para mí, un resabio de adolescencia, de cuando veía pasar al muchacho que me gustaba y bajaba los ojos con pena, aunque él ni siquiera se diera cuenta. Lo vi y algo adentro de mí me dijo “Hoy te vi”, pero no era para nadie. Era apenas para escribirlo en algún diario de la Sole de 15 años, enamoradiza intensa. “Hoy te vi”. Sí. Te vi. Y sos más lindo así, de cerca. El hombre que la besa es alto, moreno y moro. Ella se ve que se entrega y porque se entrega es que ocurren esos colores y esos reflejos que son distintos desde cada punto. Hoy te vi. Te vi.

Klimt, de repente, me da la impresión de ser un Patán del impresionismo. Medio exótico, extravagante, eccéntirico y exuberante en sus costumbres, vivía rodeado de gatos y de las mujeres de otros, que siempre pintó con gusto y a una de ellas, a la Judy, con cara de “vení-que-te-cojo” y para rematar, le puso encima el collar de una perra. Le encantaba escandalizar a la sociedad Vienesa.

Museo.  Tuve que ceder, pero no aguanté toda la exhibición completa. Faltando una galería, me declaré vencida y ofrecí esperar a Marce en la tienda de regalos, donde todo tenía precio de riñón o de córnea. Así el al menos podía disfrutar de sus cuadritos y yo de escoger souvenires chinos. Al menos aprendí que hay un chorro de artistas que dicen ser muy conocidos mundialmente y que yo no sabía que existían ni los había oído nombrar nunca.  Egon Schiele, por ejemplo, que parecía competir con Klimt en los temas de los cuadros. También hay cuadros de los más conocidos, Klimt, por ejemplo, que no son cool ni famosos, pero son hasta más lindos, como el abrazo.

Las preguntas.  Yo quiero saberlo todo. De dónde sacaron el dinero para tanta construcción linda. Si Eugenio se habría sentido solo. Si alguien les habrá dicho que tanta recarga cruza la frontera directo hacia el mal gusto. Cómo habrán vivido los pobres en esa época que tanto añoran pero que solo fue de unos cuantos ricos. Si aquí Forever 21 y Zara se consideran ropa baratieri. Si puedo decir que conozco Viena solo por recorrerle unas cuantas cuadras y montarme en los busitos muy caros de tour con explicación por audio. Si estoy siendo muy injusta. Si estaré más gorda por la comedera. Si esa panadería será de verdad buena o si es más bien como la Musmani del barrio.

Los cafés donde los turistas hacemos filas para ver cuál es la mejor Sacher Torte, en medio de salones palaciegos, con candelabros prendidos las 24 horas, espejos, sillitas minúsculas y pictionaries para pedir exactamente lo que queremos y no estar incomodando a los meseros preguntando qué es cada cosa. Tiene un aire al mercado central, a correte-y-pasame-el-chile porque uno se sienta, ordena, come y va jalando, porque afuera hay fila y todos quieren entrar. Starbucks abrió su primera tienda frente a la ópera, en una afrenta directa a la cultura de cafetería en Viena. Iban a abrir 114, pero no pasaron de 9. Sin ponerse de acuerdo, los vieneses boicotearon a la empresa gringa, alegando que el café era feo, caro y que no veían el punto de tomarlo en vasos de cartón, tan corrientes. En el desayuno hice lo que nunca hago: tomé café. Y sabía bien. Casi al que tomaba en casa de mi abuela. Ni modo. Al César lo que es del César.

El audio del bus turístico me resume, al final del día, el motto citadino, con acento españolete bien siseado.

“Para los vieneses de antes y de ahora, lo más importante era ver y ser visto”

Es claro: Viena viene a ser todo lo que en Costa Rica relacionamos negativamente con Cartago. Y hablo desde adentro: toda mi familia materna es del Tejar del Guarco.

En Instagram llevo un fotolog bien spammer de cada ciudad. Si tiene cuenta o si se anima a hacer una, mi usuario es moteconhuesillo. También las tuiteo (hence lo spammer), en Tw mi usuario es @SolentinameIsla

Una gota de lluvia en “Inglorious Wien”

  1. piladetrastos dice:

    Klimt era patán. Uno dulcemente embriagante. Un pervertido estetizante. Schiele, siempre me ha parecido más sórdido. Más solo. Pero es que estamos hablando de una época en la que el arte era cosa de machos alfa (oh wait…)
    Finalmente, me agrada saber que alguien lo diga como debe ser: Zara, Forever 21 como ropa baratieri. Malpagada e injusta.
    Esperaré con asias la crónica de Praga.

Y vos, ¿qué pensás?