Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

20 años con Mimí en la memoria

Mimí, vos sabés que vos y yo siempre rajamos de lo mucho que nos parecíamos. Vos me hacías piojito en el pelo y me decías “Los Montiel tal y cual cosa…” y sin darme yo cuenta, además de cariño, me dabas identidad.

Entonces leíamos porque los Montiel siempre han tenido afición a leer y vos también y Alejandro también, entonces era lógico que yo también. Los Montiel teníamos todos un lunar grande en el pecho (no sé si sabés que yo ya no lo tengo. Me lo quitaron). Los Montiel esto, los Montiel lo otro.

Los Montiel tenemos memoria de elefante. Por eso vos y yo teníamos los primeros recuerdos a los 3 años. Por eso vos todavía podías recitar la poesía de la muerte de Colón que aprendiste en segundo grado. Por eso al almuerzo hacíamos juegos de decir las capitales de los países. Nosotros valoramos eso de la memoria y recordamos detalles increíbles de cosas sin importancia y para nosotros no existe el olvido y algo como el alzheimer tendría que ser una maldición o un castigo.

Yo de vos me acuerdo todos los días, todo el tiempo. Cuando pude dejar de llorar todos los días, me di cuenta que vos estabas conmigo. Siempre.

Me acuerdo de verte palmeando tortillas, siempre conversando, siempre con el delantal puesto, el comal de tu mamá, todo negro y vos enseñándome a meter la mano al fuego sin quemarme, a preparar la masa, a saber cuando está lista por el olor, por la cascarita.

Me acuerdo de vos cuando a veces te lavabas el pelo en la pila para recordarte de cuando eras aquellas mujer exóticamente morena con el pelo negrísimo que te llegaba a la cintura. Para entonces tenías poquito pelo y te daba vergüenza. Además era gris, nunca blanco. Lo usabas recogido en un moño con peineta. Me gustaba verte lavarte el pelo porque parecías una chiquilla. Y luego, desenredarlo con una peineta mientras me contabas que de joven lo tenías que poner en el respaldar de una silla para manejarlo.

Me acuerdo de tu forma de caminar, de tu forma de reírte, de tu forma de cantarme tangos, de cada gesto tuyo. Yo te imitaba y quería hacer todo todo igual a vos, porque no podía haber nada mejor que eso, creía yo, y además vos te habrías sentido tan orgullosa…

Me acuerdo de cómo te brillaban los ojos cuando me veías. Me acuerdo de tu mano tocándome la cara, diciéndome “mamita”. Me acuerdo – ya yo con este tamaño- de sentarme en tus regazos a llorar porque algún muchacho no me hizo caso. Me acuerdo del calor de tu cuerpo suave, cuando me acurrucaba a la par tuya. Me acuerdo como se sentía cuando vos llevabas mi mano entre la tuya y, con el tiempo, cuando yo empecé a llevar la tuya.  Me acuerdo la última vez que me cogiste la mano.

Me acuerdo de tu tenedor cuadrado. De cómo pelabas las zanahorias. De cómo te veías leyendo el periódico con los anteojos de mosca. De cuando me mandabas a callar diciéndome “¡Sherap!” o “Dejá vos de hablar mierda”. Me acuerdo de vos contando chistes malos, de vos las raras veces que te vi enferma, de vos en los viajes conmigo, en un banco, en el bus, en la calle, en la iglesia, en el cementerio,  en el turno, en el trencito de San José centro, en el mercado, en el barrio. Me sé todas tus historias, todos tus cuentos, todos tus dichos.

Me acuerdo de tus rezos, los normales y los inventados, de la lista de muertos a los que les ofrecías el rosario, del rito de levantarse y acostarse, de lo que te gustaba comer, de vos batiendo un queque a mano, de las medias que te llegaban a las rodillas, de tus pies de callos y uñas gruesas de tanta nigua y patita pelada de niña muy pobre.

Me acuerdo de a qué sabía tu comida. De verte cocinarla. De que nunca seguiste una receta. Que siempre había de todo. Que nunca hubo nada de lo que vos hicieras que no me gustara. Que siempre me preguntabas qué quería comer. De tus nacatamales, tu vaho, tu zopilotillo, tus postres, la leche de lechero. De los nombres de tus amigas.  De cómo decías mi nombre. Me acuerdo casi de todo porque vos – por dicha- inundaste mi infancia.

Me sueño con vos de vez en cuando y es como volver a la casa tuya, a ese planeta que era nuestro y contarte en qué ando. La semana pasada por ejemplo.  Estabas sentada en la sala de mi casa. Verte y llenarme de luz fue una sola cosa y sonreí genuinamente alegre y te tomé de la mano y te costaba un poquito caminar, porque estabas más viejita (96 años tendrías) y te apoyaste, como siempre, en mi antebrazo. Yo te fui enseñando cada cosa, cada cuadro, cada adorno y te contaba con orgullo la historia y el porqué de cada cosa y vos sonreías contenta y me dabas palmaditas en la cara y buscabas con los ojos algo que faltaba. Yo me di cuenta y te dije que vinieras conmigo y te llevé al cuarto del centro, ese, que será del bebé que yo quiero y te enseñé la foto de Alejandro colgada en el centro de la pared, en el lugar más importante y a la par de él,  vos y yo en una foto en la que salís como la abuela que siempre fuiste para mí y que yo recuerdo. Vos me soltaste el brazo y te acercaste a la foto y te llevaste una mano a la boca y le diste un beso y pusiste esa misma mano en la mejilla de ese Alejandro de blanco y negro, mientras le decías, como siempre, con infinita ternura y nostalgia: “Hijo de mi alma…”

Te vi llorar y sonreír al mismo tiempo, como siempre que te conmovías demasiado y supe que yo había hecho lo correcto, que vos me agradecías tenerlo a él ahí conmigo y yo te explicaba de cómo, cuando tenga un hijo, le iba a hablar de vos y de él y que cómo ese hijo se dormiría bajo los ojos negros de su abuelo.  Hablábamos sentadas en la cama, vos con tu mano en mi pierna y daba igual lo que yo estaba diciendo porque vos me veías y estabas satisfecha y contenta y te dabas cuenta que, veinte años después, cumplí la promesa que te hice ese día terrible, en el hospital, cuando te tuve que decir sin llorar y viéndote a los ojos que por favor ya no siguieras luchando, que te fueras tranquila, que Alejandro te estaba esperando, que no te preocuparas por mí porque faltaba apenas un año para graduarme y que yo iba a estar bien aunque ya vos no estuvieras. Vos entendiste. Yo sé porque te sabía leer los ojos, el tono de tu voz, los pasos, las manos..

Al día siguiente, simplemente te dejó de latir el corazón  y yo ni siquiera me di cuenta hasta que Ella me llamó a la oficina y no sabía ni cómo darme la noticia. Un compañero me llevó a la casa sin que yo me inmutara. Lo único que me rodeaba era el silencio. No me daba cuenta que ese día se estaba acabando el mundo como lo había conocido hasta ahora, que estaba perdiendo mi casa, mi alegría, mi comida, mi identidad, mi cariño.  Al día siguiente me alcanzó el impacto y fue el primer día de muchos llenos de dolor y de llanto.

¿Sabés, Mimí?  Ya son 20 años y yo nunca me acuerdo ni de la hora, ni de la fecha exacta, ni del año. Sé que cae a finales de julio. Este año, para confirmarlo, tuve que buscarlo en el registro, porque de todos mis días, ese es tal vez el más nublado. Es hoy. Hoy se cumplen 20 años sin vos en tu casa de Barrio México, pero con vos siempre conmigo, en lo que hago, en lo que quiero, en lo que sueño.

 

Mimí y yo

 

Mimí

4 gotas de lluvia en “20 años con Mimí en la memoria”

  1. Paula dice:

    Hermoso!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! Hermoso!!!!!!!!!!!!!!!!!!! No hay otra palabra

  2. Flor dice:

    Que bello que alguien la recuerde a una con tanta ternura. Un mensaje que me hizo reir y llorar. Sin duda Mimí te sigue acompañando aunque digan que nos vamos para siempre de esta existencia.

  3. Éricka dice:

    Tremendamente bello.

  4. Anchas Alamedas » Blog Archive » Día de muertos dice:

    […] Mimí. El holocausto.  El día que explotó mi planeta y quedé extraterrestre y sola en un mundo ajeno. El día que perdí todo lo que yo tenía  y lo que era. Me quedé sin casa, sin referencia, sin cariño, sin nada. Un dolor crudo y abierto.  La sueño y sigue viva y de todo le cuento, de todo. La que quiero recordar siempre con una tortilla con queso, con una sonrisa, con sentarme en sus regazos y que me cante el sol que me cantaba desde que nací cabalgándome en las rodillas “Acuchatampa, acuninunumbá, acuhatampá” . Mi vieíto, como le gustaba decirse a sí misma. Mimí. […]

Y vos, ¿qué pensás?