Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

22

Estaba en la U y trabajaba, en un edificio nuevo, rodeado de cafetales. Sabíamos que venía el eclipse, pero nadie se lo imaginaba. Cosas así solo salían en Escuela para todos, en los periódicos y cada uno se imaginaba cosas distintas. Yo pensaba en las culturas antiguas, en cómo habrían aprendido a leer las estrellas, en cómo Moisés amenazó al Faraón con desaparecer el sol porque sabía lo que venía. En Josué y aquel día más largo que le permitió, a punta de la vibración de las trompetas, derribar las murallas de Jericó. En que la gente de fe no sabía que lo suyo era ciencia.

Bajamos al parqueo y la luz era blanca, incandescente. Una luz de día de verano pero era invierno y tendría que haber estado lloviendo, pero era un día claro, un día perfecto. Empezó a atardecer de repente y los cuerpos se alertaron. Nos devolvimos en el tiempo y éramos los primeros humanos, viendo hacia el cielo, con la boca abierta, alelados, mínimos ante la impotencia del sol, de la luna, de la luz, de la oscuridad que avanzaba vertiginosamente. Mamíferos.

La luz se puso ámbar. Ámbar. Todo tenía ese filtro de miel y por algún momento pareció que todo se detenía. Tere, la ingeniera que era bailarina y hablaba alemán, hacía pirouttes por todo el parqueo. Los ingenieros, por alguna extraña razón, se abrazaban entre ellos. Mi jefe fumaba sin parar. Algunas secretarias se santiguaron y empezaron a rezar el rosario. Eduardo, de conta, se paró con la cara al cielo, los ojos cerrados y las manos abiertas: quería bañarse en la luz. Las gallinas de los lotes de al lado se alistaban para ir a dormir. Los pericos recorrieron el cielo en un escándalo para irse a proteger a algún árbol.  Yo abría y cerraba los ojos en esa lluvia de luz perfecta, irrepetible, eterna. Quería ser intrépida y extender las alas y volar al sol. Quería ver el eclipse sin filtro. Quería sentir la magia. Quería vibrar. Y sonreía y sonreía y no sabía porqué no podía parar de reír.

De repente, todo oscureció y salieron las estrellas e hizo frío y sonaron los sonidos de la noche y sentí miedo. Mucho miedo. Uno de los ingenieros lo notó y me puso la mano en el hombro. “Ya va a amanecer”- me dijo. Amanacer. Esa fue la palabra que usó. No me dijo “Ya viene el sol”, no se burló de mi temor. “Ya va a amanecer”, me dijo, aunque eran las dos de la tarde de un día claro de invierno. Y me dejó la mano en el hombro, sosteniendo mi emoción, hasta que el sol volvió a salir y las gallinas cacarearon y los pajaritos volvieron a volar y la luz correteó a las sombras y alguien dijo que bueno, que ya, que había pasado, que volviéramos a trabajar. Un día entero en 20 minutos. Una eternidad de 20 minutos. El tiempo, en mis ojos de 19 años. 20 minutos. Hace 22 años.

Dejame- por favor- quedarme un ratito nada más en la luz tibia de tus ojos claros. Dejame. Es que ya han pasado 22 años.

Una gota de lluvia en “22”

  1. Gabriela dice:

    Qué bonito.
    Yo recuerdo un eclipse, que no sé si es el mismo al que le dedicas estas líneas. Pero acá no se hizo de noche, ni tuvimos un día de 20 minutos. Apenas recuerdo haber visto el sol tapado por otro círculo igualmente blanco, como dos círculos concéntricos. No sentí miedo, pero después reflexioné cómo sería vivir con la incertidumbre de la luz para el día siguiente. Eso sí me da miedo.
    Me encantó la actitud del ingeniero que te tranquilizó con un gesto tan simple como una mano en el hombro, sin hacerte sentir mal. Qué bien que existan personas así.

Y vos, ¿qué pensás?