Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

La última

Está bien. Lo confieso: La razón por la que nunca jugué basket en el colegio, a pesar de estos 1.80 de poste olímpico, es porque no me admitieron en el equipo.

Lo intenté. Superé el asco al olor del sudor y a chocar con pieles mojadas. A los empujones. El pudor de cambiarme en una sala llena con mis compañeras. La pereza de agarrar tres buses tres veces a la semana para quedarme a los entrenamientos. Hice la prueba y me dijeron que no. Ni siquiera me vieron potencial. Ni me tuvieron lástima.

No era novedad. Todos los años previos, educación física era mi peor materia. Decía graciosamente el espacio en la fila para batear o patear. Me sentaban en el jardín izquierdo con un libro. No tenía – ni tengo- flexibilidad. No podía seguir ni los pasos ni el ritmo de los aeróbicos.  Nunca aprendí a nadar en la piscina del colegio. Me escogían de última para los equipos y encontré muy fácil alegar una regla constante de tres meses para salirme de ese suplicio.

De grande nada cambió. Cuando me dio por correr, ya con todo el outfit encima, parecía la Gacela del Serengueti, lista para devorar kilómetros y kilómetros de asfalto, para ir en todas las carreras, a la par de la ambulancia mientras los muchachos, hartos de mi avance de caracol, me rogaban que me montara y que acabara con todo de una sola vez para poder irse a almorzar al chino. Me negué testarudamente y aunque fuera caminando, llegaba a la meta y reclamaba mi medalla.

Ahora que he descubierto mi afición acuática, estaba recuperando cierta confianza deportiva. Estaba. Claro, voy a clases con una compañera que no sabe nadar y tiene pesadillas con morir ahogada. A la par de ella yo parezco un delfín juguetón y atlético. Con gusto, iba midiendo mis avances y hasta estaba considerando, en un par de semanas, decir a Claudia (Poll) que porqué no me invitaban a ser parte del equipo máster. Ya me veía yo viajando a torneos, ganando medallas y saliendo en los periódicos locales, fingiendo modestia. Estaba.

Hasta que inicié clases dos veces por semana y fui por primer vez un miércoles. Me tocó en un mismo carril con 4 cabronas de 14 años que nadaban como guarisapos. En lo que yo hago 25 metros, ellas me meten piscina y media. Ellas nadan con gracia, yo, bufando del esfuerzo. Hablan y conversan entre ellas, a mí, de pujar tanto, se me salen las candelas.

De frenillos, con la papa en la boca, rápidas y esculturales, se nota que tienen las bases mínimas de educación y decencia, porque al verme boquear después de 25 metros, según yo a todo, me preguntan si me siento bien o si me va a dar un infarto. Me dicen que mejor salga de última, considerando mi velocidad de tortuga hipotiroidea. Se sorprenden y se tapan las boquitas con frenillos y risitas de pulgoso, cuando me oyen decir “¡JUEPUTA!” ante mi quinceavo intento de giro acuático infructuoso

Cuando la ticher me dice que si me acuerdo lo que era pararse de manos y digo que sí, pero que la última vez tenía 8 años, una de las guarisapas me pregunta, muerta de la risa, que hace cuánto fue eso. Cuando me desconejo tratando de girar dentro del agua y me entra tanta agua por la nariz que me licúa el cerebro, una de ellas me dice que es como girar sobre un palito, igual que en clases de gimnasia. Le digo que nunca fui a eso. Quiere saber porqué. Le digo que en mis tiempos, los tatas querían que uno estuviera en la choza y no lo fletaban todas las tardes a cuanta clase de mierda hubiera.

En las pruebas de velocidad yo no aguanto la piscina completa y paro a medio camino a punto de un derrame. Nos toman tiempos en libre y ellas salen moviendo los brazos como molinos locos. Duran 29, 32, 34 segundos en 25 metros. Yo, 45. Phelps, mi héroe, hace DOSCIENTOS metros en 1:49 y el record olímpico de 50 metros lo tiene un brasileño con 21.30.

Sí. Soy la última. Las burlas, los pitos, las órdenes, la situación. La regresión. Para no llorar, mientras nado voy diciéndome que qué importa, que yo nado para mí, que mi competencia soy yo, que soy abogada, que salí de la mejor U del país, que soy inteligente de aquí, que hablo tres idiomas y que me he pagado mis cosas. Yo leo mucho. Yo sé muchas cosas. Yo tengo buena ortografía. YO, yo, yo. Mientras al frente, con cada brazada, veo cómo se hunde en el mar el avión en el que yo viajaba a algún país exótico a ganar el oro en un campeonato master. Una voz cruel me dice al oído: ¿Ves? Si vos para el deporte nunca has servido… ¿de qué jugás?

Salgo media muerta de la piscina. Soy la única que tiene que ir al otro extremo para salir por las graditas, porque ni siquiera en mejores días los brazos me aguantan el peso del cuerpo. Las guarisapas salen de un brinco, me hacen adiós con la manita. Yo me resbalo, me golpeó una uña y caigo sentada en una banca. Nadie se da cuenta. Nadie, salvo mi ego, claro.

Llego finalmente a donde está mi bolsito y mis cosas. Hay una comemierda sentada encima. En vestido de baño, exhibiendo todo mi exceso de carnes y grasa, le indico con las cejas que se quite para coger mis cosas.  Ella, sin levantarse, me dice “¿Este maletín es suyo?” Mis antenitas de vinil me permiten identificar el dejo de asco, de superioridad y de complejo de patrona en la pregunta. Asiento. “Es que su teléfono no ha parado de sonar. ¡No nos deja conversar!”

Empiezo a sentir la lava de la furia atragantándome. La humillación es suficiente. “Sí, gran perra, mi teléfono suena porque eso es parte de mi trabajo. TRABAJO. ¿Le suena la palabrilla, Trabajo? Es lo que paga mi teléfono. Lo que hace su exmarido para pagar las clases del güila gordo carepicha que está en la piscina. Lo que paga que usted no bretee y venga aquí con otras viejas vagas como usted a supervisar la vara”

Pero no le digo nada. Obvio. Jalo con fuerza mi maletín sin decir media palabra. No es orgullo lo mío. Es agotamiento. Estoy molida. No recuerdo las funciones básicas del lenguaje. Donde siente que se va al piso me dice “¿Y qué? Me senté aquí encima porque ando con pantalón blanco. No quiero ensuciarme”

Yo, en cambio, quiero meterle el pullboy por uno de los orificios de esa nariz perfectamente operada. ¿Les dije que no traje paño y termino secándome con la camisa que andaba en el brete?

Ahora las cosas han mejorado. Me pasaron al carril de los más parecidos a mí, donde de nuevo soy un delfín atlético y rápido. Les avisan cuando ando con paletas que tengo un problemita de coordinación y que cuidado les vuelo porque los parto en dos como una guillotina. Ahora son ellos los que se quitan cuando voy pasando. Soy el terror del carril de los de 4 años.

Una gota de lluvia en “La última”

  1. Lau dice:

    ¡Juep***! pero que blog más adictivo! Pero gracias por el dato de las clases de natación, lo tomaré en cuenta ya que pensaba meterme a clases. ;D

Y vos, ¿qué pensás?