Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

La casa de Neftalí

Son tres: La Chascona, en Santiago. La Sebastiana, en Valparaíso. E Isla Negra. Laberintos que simulan barcos, de escaleras estrechas, ventanas redondas, techos arqueados. Y sus colecciones, de mariposas, de máscaras, de barcos.

En el livin de Isla Negra está María Celeste, su mascarón favorito. Cuelga de una viga y destaca con su color madera desnuda entre tanto mascarón de colores alegres, algunos de ellos datan de los 1700. Tal vez él estuvo enamorado en secreto de María Celeste. Le tenía un nombre cariñoso «mi pequeño milagro», porque en las noches de invierno, María Celeste llora por sus ojos de cristal opaco. Alguien le dijo al poeta que era un fenómeno físico, la condensación del calor en sus ojitos de vidrio. El insistía que no. Sabía que era sentimentalgia de verse a tan cerca del mar sin poder navegarlo.

Abundan los vidrios de todos colores, las botellas, las copas: «Hasta el agua sabe más rico si tiene colorcito». Hay una colección de soportes de patas de piano en la mesa. Pablo nunca tocó un piano. Pero le gustaban por lo mismo de siempre: cristales, bonitos y de colores.

El baño de las visitas está tapizado de tarjetas eróticas de los años 30, con mujeres rellenitas, casi sin ropa. Era su baño erótico. Hay un caballo gigante que rescató de una tienda de su infancia en Temuco. Hizo fiesta para recibirlo y ordenó a todos los amigos traerle regalos. Por esas coincidencias y opciones reducidas para ocasiones como estas, el caballo tiene lazos, montura, comida y tres colas. Se dice que es el cabllo más feliz del mundo. Hay lavamanos en cada sala, para su ritual de lavarse las manos antes y después de sentarse a escribir.

Guillermina, la que no es santa, decora el centro de un salón, mostrando sus tetas enormes, descubiertas, blancas, perfectas que antes adornaron a un barco e hicieron suspirar a piratas y marinernos. Decía que la bautizó así porque le recordaba a un viejo amor platónico, sobre todo en el pelo y en los ojos.

En el patio, un barco para este capitán de tierra que nunca navegó su propia nave, donde se tomaban los aperitivos, se bajaban mareados y se hacía sonar el campanario de 7 campanas para saludar a los capitanes de los barcos amigos que cruzaban el horizonte.

En la Capilla de las Caracolas, con el cuerno largo de un Narval, Neruda me demuestra que los unicornios sí existen.

Resulta reconfortante saber que se puede ser un comunista congruente y vivir rodeado de lujos. El Antídoto alega que ahí no hay lujos, solamente un enorme desorden de los juguetes favoritos de un hombre que nunca se avergonzó de seguir siendo niño.

Se dice que en Isla Negra tiembla cada 20 minutos. Esperaba ansiosa el clinclin puntual de los ventanales, ese sonido de viento de tierra. No sentí ni uno. Es decir, me estafaron.

Dos días después del golpe militar, Pablo se muere. Sus casas son saqueadas y destruidas por los milicos. A mí no me importa que digan que tenía cáncer. Yo sé que murió de tristeza.

De pronto, en el patio, me encuentro con su tumba, en forma de barco, al lado de la Matilde Urrutia, su chascona (despeinada). Abajo, sobre las rocas, su busto con su boina, mirando al mar. Y el mar, aquel de las siete lenguas verdes, con las siete voces verdes, repite en cada ola el ritmo de sus versos:

«Renunciaría a la primera palabra con tal de seguir mirándote»

«Me gusta cuando callas, porque estás como ausente…»

Una gota de lluvia en “La casa de Neftalí”

  1. Julia Ardón dice:

    lágrimas.

Y vos, ¿qué pensás?